Comunidad de Kuetuvy: arte indígena
Al llegar, estuve unos
días en una comunidad indígena de la etnia aché y, una noche, los anfitriones
vinieron al campamento a vender artesanías. Yo compré un armadillo y un tapir
de madera de palo santo tallada y pirograbada. Después vi otros iguales, más baratos,
en Asunción. En cambio, no presté atención a una estera de hojas de pindó igual
a las que hace cientos de años utilizaban los nómades aché para proteger a la
familia del frío de la noche.
Lo primero que los
pueblos cazadores y recolectores fabrican, aparte de las armas para cazar, son
tejidos y cestos para trasportar sus escasas pertenencias. En la tradición
aché, el gran cesto de fibras vegetales y ancha boca se cuelga de la frente de
la mujer y se apoya en la espalda. Sirve para llevar desde víveres hasta niños
pequeños y es un atributo exclusivo de las mujeres, como el arco lo es de los
hombres. Sin embargo, al menos en esta ocasión, no vi cestos. Sí vi algo que
también es tradicional de este pueblo: vasijas fabricadas con cestos recubiertos
de cera silvestre mezclada con carbón para impermeabilizarlos; queda una bella
vasija negra y brillante, con las entrañas de fibras entrelazadas. Los arcos y
las flechas, aunque atávicos, no son considerados artesanías porque aún los
usan, a diferencia de los demás objetos que han pasado a ser piezas
ornamentales para vender.
Asunción: ¿tradición o “for export”?
En el centro de
Asunción hay muchos puestos de artesanías. Ahí es cuando uno duda de la
singularidad de los objetos y de su origen en la cultura popular tradicional. Un
artesano que talla un retablo en madera y es un libro abierto me muestra un
libro abierto de nombre irresistible, La Belleza de los Otros, escrito por
Ticio Escobar. Tiene un mapa de Paraguay con la distribución de las diferentes
culturas indígenas y el análisis del arte de cada una. El hombre vende también bolsos
tejidos y me explica cómo los ayoreo, los chiriguano o los nivaklé del Chaco desfibran
la hoja de caraguatá, la hilan y la tiñen con mezclas de tierras, cenizas y
semillas que logran una variedad de colores que va desde el natural al negro,
pasando por toda la gama de los rojizos, ocres y marrones. También me cuenta
que son tradicionales las tallas en madera
de palo santo,
lapacho, cedro, guatambú y timbó. Se tallan figuras humanas, animales, flores,
hojas, utensilios y máscaras. Los jesuitas introdujeron la talla de figuras
religiosas que se extendió por todo el país.
A esa altura he resuelto escribir esta nota y todos
me dicen que vaya a Areguá, a apenas 30 kilómetros de Asunción, para ver
artesanías. Arazí, la nuera de mis anfitriones, se ofrece a hacerme de chofer y
partimos temprano al día siguiente, ya que tenemos que devolver el auto a las
dos de la tarde.
Luque: filigranas de plata
Pasamos por el municipio de Luque, que se destaca
por la producción de artesanías con filigranas de plata, un arte de orfebrería
nacido en Oriente y traído a estas tierras por la colonización española. El
orfebre comienza por fundir la plata, que llega normalmente de Bolivia, para convertirla
en un hilo que se afina cada vez más hasta que se puede bordar con él como si
fuera de seda. Es un trabajo en miniatura realmente admirable y los luqueños se
enorgullecen de la destreza y la imaginación con que fabrican piezas exclusivas,
ejerciendo un oficio que se trasmite de generación a generación.
Areguá: Disney, frutillas y barro
Según la leyenda local, fue en las colinas de Areguá
que Tupâ y Arasy crearon el mundo con una mezcla de barro, sangre de un ave
nocturna, hojas de la selva y un ciempiés. Para darles vida, mojaron las
esculturas con agua del lago Ypacaraí, sobre cuyas orillas se fundó Areguá en
el siglo XVI.
La calle principal está flanqueada por talleres o
tiendas de artesanías. Hay un poco de todo, pero sobresale por lejos la
alfarería. Arazí y yo nos bajamos del auto y recorremos unos cientos de metros.
Es extraño ver cerámica tradicional junto a esculturas de colores brillantes que
representan personajes de dibujos animados como Bob Esponja, Mickey Mouse y otras
creaciones de Disney. Las ranas, sapos y lechuzas de un verde chillón son
herederos de una tradición de representación zoomorfa de la fauna local. Hay
cosas que me hacen gracia, otras que me encantan y otras que no me terminan de
convencer. Pero dicen —y no es cierto— que sobre gustos no hay nada escrito. Lo
que veo es una apropiación de nuevos temas que se representan con viejas
técnicas y también se reproducen formas milenarias con tecnologías milenarias.
Arazí se está por casar y encuentra jarrones preciosos
para los centros de mesa, busca angelitos para la cabecera del niño que ya
tiene y se entusiasma como se entusiasmó en Luque probándose anillos. Pero el
tiempo tirano nos obliga a irnos porque queremos encontrar la asociación de
artesanos de Areguá, más allá del pueblo. Nos perdemos y acabamos en la feria
de frutillas de las afueras. Compramos medio kilo que vamos comiendo en el
auto, directo de la bolsa: están exquisitas. Damos media vuelta, otra vez hacia
Areguá, en un carro ambulante nos hacemos de unas galletas integrales de miel y
granos y con eso terminamos el almuerzo, justo cuando encontramos la entrada a
la asociación.
Es sábado después del mediodía y, a la sombra de un
mango inmenso, hay personas que descansan, conversan y comparten el inevitable
tereré. Sin embargo, eso no les importa a Pedro Cristaldo, a su esposa Lisa y a
Patricio Olazar: venimos de fuera y nos reciben como a reinas. Son directivos
de la Asociación y como tales, administran el horno de tres cámaras donado en
2006 por la agencia de cooperación internacional japonesa —JICA—, que permite
alcanzar temperaturas de cocción de 1.300° C. Nos lo muestran con orgullo.
Tenemos la materia prima y ahora, la tecnología, dice Cristaldo. La aspiración
es fabricar porcelana. Le pregunto cómo piensan competir con la porcelana china
que inunda los mercados. No competimos, contesta, contundente, lo nuestro es
artesanal y eso le da un valor agregado diferente, no aspiramos a encontrarnos
en el mismo mercado. ¿Y por qué?, pregunto curiosa, ¿por qué porcelana si la
gente viene a buscar aquí la cerámica tradicional de Areguá? Sonríe Pedro
Cristaldo y sacude la cabeza, como quien se dice a sí mismo “esta mujer no
entiende nada”. Somos ceramistas, contesta en voz alta. La porcelana es la expresión
más sublime de la cerámica, la técnica más refinada que puede alcanzar el
alfarero. Y entonces lo entiendo: es el impulso de superación el que lleva a
estos hombres a soñar con porcelanas.
Cuentan que durante un año los japoneses los
capacitaron para manejar el horno Noborigama, que se enciende cada 3 ó 4 meses
durante más de 40 horas (aunque si se cuentan la carga inicial, la cocción, el enfriado
y la descarga, el proceso dura nueve días), pero que les llevó cinco años
dominarlo. Este horno es el único artesanal en el Paraguay que permite quemar
cerámica esmaltada. El esmalte lo hacen también con productos naturales: muelen
y mezclan arcilla sedimentaria, caolín, cuarzo y otros minerales no tóxicos. Lisa
hace una demostración rápida de esmalte líquido en donde sumerge una pieza.
La Asociación está detrás de la certificación de
producto ecológico que otorga el Instituto Nacional de Tecnología y
Normalización y la de producto artesanal del Instituto Paraguayo de Artesanía.
Ya tiene implementados mecanismos de trazabilidad de las piezas y exporta a
Japón, Italia y Francia, sin poder satisfacer la demanda de Argentina y Brasil
por las certificaciones que demora en conseguir.
En Areguá, son las mujeres las que pintan una vez
enfriada la pieza y las que se dedican a la comercialización. Cristaldo y
Olazar se quejan de que les faltó capacitación comercial. Ahora dicen haber
descubierto que las ollas de barro son un producto codiciado y saben del
diferente sabor de la comida cocinada en metal o en cerámica. Les venden a los
centros comerciales y vienen a buscarlas los cocineros de los buenos hoteles y
restaurantes.
Después de mostrarnos el horno, Patricio nos hace
una didáctica demostración que es en sí misma una historia de la alfarería. Bajo
el mango generoso en sombra, de la conjunción de las manos hábiles y oscuras de
este hombre callado, la arcilla húmeda y distintos tornos, vemos surgir ánforas,
macetas, copas, formas de simetría casi perfecta recién inventadas
especialmente para nosotras. Tocamos la pasta con novelería y al ver nacer las
vasijas nos nace un “ohhh” de admiración y regocijo. Es un fenómeno de creación
y en este instante puedo creer que Tupâ y Arasy hicieron aquí el mundo.
Itauguá: el ñandutí
Sin embargo, a otro mundo migramos. A uno de mujeres
laboriosas y recogidas en sus casas. Volvemos a Asunción por Itauguá, la
capital del ñandutí, un encaje que semeja una telaraña (es lo que designa en
guaraní) y conquistó importadores europeos. El ñandutí es una expresión de arte
colonial cuyo origen más probable es un encaje fabricado en Canarias y se borda
sobre tela en bastidor de madera. La tela desaparece una vez terminado el
ñandutí. Me dicen que hasta no hace mucho tiempo se podía encontrar artesanas
que hilaban en husos sus propios hilos. Ahora todas utilizan los industriales.
Según un vendedor, el 90 % de las mujeres de Itauguá
se dedica al ñandutí. Sé por instinto que no hay que creerles mucho a los
vendedores, pero no hay duda de que esta artesanía es una importante fuente de
ingresos en el pueblo. En la calle principal hay muchas tiendas tradicionales
dedicadas exclusivamente al ñandutí. ¿Dónde encuentro a alguien que borde?,
pregunto. ¿Dónde?, dice el vendedor, ¡en cualquier casa! Otra vez el problema
del sábado y la siesta. Al fin, una vendedora recuerda: Ñá Celsí borda los
sábados de tarde.
Es el nieto el que nos recibe y trae la silla de la
abuela al porche. El chico estudia en la universidad, en Asunción. A Ñá Celsí
le hubiera gustado estudiar, pero no la dejaron. Como casi todas las mujeres de
su generación tuvo una vida dura. Borda desde los siete años y pasa los
noventa. Ahora disfruta del bordado, de las novelas de la tele, de la sombra
fresca del porche. La edad, a veces, compensa y recompensa. Tiene una sonrisa
escasa y auténtica y se presta a las fotos con cierta reticencia.
Yataity: el ao po’i
Nos quedamos sin ver hilar y bordar el ao po’i, cuya cuna es Yataity, a unos 200 km de
Asunción, en el departamento del Guairá. Durante el gobierno del Dr. Francia
(1812-1840) se cerraron las importaciones y las mujeres, privadas de los
tejidos europeos, hilaron el algodón para tejer y bordar las prendas de uso
personal y doméstico. Este hilado, parecido al lienzo, se llama ao po’i
auténtico. El actual es un tejido transformado por el tiempo, la imaginación y
la habilidad de las mujeres, que le agregaron bordados, deshilados, encajes,
festones y delicados puntos cruz.
Aprecio la paciencia,
la destreza y la minuciosidad necesarias para tejer ñandutí con las manos
curtidas de Ñá Celsí, pero no me convence la mezcla de tantos colores. El ao
po’i, en cambio, con su tradición rústica, me gusta mucho más. A la vuelta del
recorrido con mi guía Arazí, en La Recova de Asunción, donde venden artesanías,
compro un mantel de ao po’i —todo en color natural— para mi madre, que sabe valorar
el diminuto punto del bordado.
Lo que me llevo
En la maleta, al regreso a Montevideo, pongo unos
cuantos llaveros de caña hueca con orificios dispuestos de tal forma que imitan
la lengua del caburé, el tucán, el papagayo. Los animales pirograbados que les
compré a los aché. Un bolso tejido a la manera de los indígenas del Chaco. Una
faja colorida de algodón que usan los gauchos del Paraguay. Unos individuales
decorados con ñandutí. Una vasija de cerámica de diseño moderno que compré en
la calle principal de Areguá. Los distribuyo como tesoros entre la ropa y cubro
todo con el mantel de ao
po’i. Qué pena la estera de hojas de pindó que dejé pasar.
1 comentario:
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