Difusión y rescate de las múltiples facetas de un autor
Asunción me enamoró, cálida y hospitalaria, con
los barrios de calles empedradas y la luz rosada de agosto. Había lapachos florecidos
por todos lados, mangos y frutas tropicales. También son rosados el Cabildo, muchas
casas antiguas y todo tipo de flores, además del torreón del palacio
presidencial, en la orilla del río. Quise tomarle una foto a un guardia del
palacio. Me gustaba porque era guaraní
y tomaba tereré sentado en un banco de
madera, bajo la sombra espesa de un árbol de hojas inmensas cuyo nombre ignoro.
Y no entendía su reticencia hasta que me dijo:
—Señora, usted no me puede tomar una foto
sentado, porque yo no puedo estar sentado.
La gente es amable y se desvive por atenderme.
Voy en taxi a la calle Agustín Barrios, quedé allí con Mirta Roa, en el
apartamento donde su padre vivió el último tiempo de vida, desde que volvió de un
exilio de cuarenta y ocho años. Mirta baja a abrirme y entro intimidada, como a
un lugar repleto de reliquias. Es que eso es el apartamento de Augusto Roa
Bastos (1917 - 2005), que la Fundación está preparando por si el Congreso se
decide a convertirlo en patrimonio cultural, a disponerlo para que se pueda
visitar como se visitan, por ejemplo, las casas de Neruda.
Mirta es un encanto, me siento cómoda con ella.
Me cuenta que la Fundación Roa Bastos tiene como objetivo el rescate y la
difusión de su obra. La narrativa del padre es bien conocida —se refiere a novelas
y cuentos—, pero no se conocen tanto la poesía, los guiones de cine, los
discursos, los prólogos, los artículos de prensa, los ensayos, los cuentos
infantiles. Ellos —la Fundación— recopilan material disperso. Roa Bastos dejaba
textos en cada lugar al que su condición trashumante de exilado lo llevaba, no
guardaba nada y además creen que algunas cosas fueron robadas.
La hija de Roa Bastos arregló el apartamento
para que yo lo viera, con la mesa del comedor llena de libros editados por la
Fundación, y el resto como estaba en vida de su dueño. Faltan el escritorio y
algunos cuadros, entre ellos el premio Cervantes, pintado por el poeta español
Rafael Alberti, porque se los llevaron a la sede, que tienen desde el año
pasado en la rosada Casa Bicentenario Augusto Roa Bastos; una casa emblemática
porque allí vivió el Mariscal Estigarribia, a quien Roa admiraba por haber comandado
las fuerzas paraguayas, que él integró, durante la Guerra del Chaco (1932-1935).
Las patas de la mesa de la Fundación las hizo el artista plástico y escritor
Carlos Colombino, uno de los amigos incondicionales de Roa Bastos y miembro de
la directiva de la Fundación, con simbología de Yo el Supremo.
De Colombino es el cuadro más importante que
hay sobre el sofá. Más hacia la puerta, enmarcada, llama la atención una foto
antigua. Es el grupo de “Vy'a Raity” (el nido de la alegría), jóvenes
intelectuales de la Asunción de los años cuarenta. Están disfrazados y en el
centro, majestuoso, con la vestidura de gala de su tío el obispo, está Augusto
Roa Bastos. Me sorprende que este hombre más bien pequeño y frágil, “a una
nariz pegado”, como lo describió alguna vez su amigo y actual presidente de la
Fundación, Antonio Carmona, adquiera esa estatura regia. Dicen que era de
perfil bajo, aceptaba con resignación homenajes y grandes reuniones y, sin
embargo, entre amigos o rodeado de pocas personas nadie se le resistía, seducía
con la humildad y la facilidad de palabra, la inteligencia, la agudeza, el inquebrantable
sentido del humor y la conversación amena que no tienen todos los escritores
cuando de hablar de trata.
Mirta Roa era la única hija del escritor cuando,
en 1947, tuvo que exilarse porque lo fueron a buscar al diario El País de
Asunción, donde era redactor jefe, por orden del dictador de turno. Roa Bastos
escribió en Buenos Aires su obra mayor. Hasta entonces no había trascendido de
un círculo intelectual pequeño. De aquella época asuncena se ha perdido mucho:
aunque se ha recuperado, por ejemplo, el cuento Lucha hasta el Alba, no quedan vestigios de Fulgencio Miranda, una
novela premiada por el Ateneo, ni de obras de teatro como La Carcajada.
En la capital argentina Roa ganó el prestigioso
premio Losada de novela con El trueno
entre las Hojas, publicó en 1960 Hijo
de Hombre, que le dio proyección internacional, y, en 1974, Yo el Supremo, considerada su obra
cumbre y por muchos, la mejor y más compleja de las novelas latinoamericanas de
dictadores. Mirta se ríe, cómplice, y comenta: Acá todas las misses dicen haber leído Yo el Supremo. Suspira, todavía
sonriendo, y afirma: Esa novela requiere mucha lectura previa. También me
cuenta que el padre le decía que la novela tenía un truco que nadie había
descubierto. En algún momento de los últimos años del escritor, ella le
preguntó: ¿Y cuál era el truco? Él no contestó. Sin embargo, Nora Bouvet, profesora
rosarina, develó en La Estética del Plagio
y Crítica Política de la Cultura en Yo el Supremo, el posible secreto de
Roa Bastos: transcribió trozos enteros de Cervantes o de quien le dio la gana, reescribió,
compiló, volvió a recrear lo ya escrito.
En Buenos Aires también nacieron sus hijos
Carlos, de su esposa Ana Mascheroni, y Augusto, de María Isabel Duarte. Mirta
pasó allí la mitad de su vida y recuerda al padre cariñoso que jugaba con los
niños y al ogro al que no se podía molestar con ruidos infantiles porque estaba
escribiendo. Se acuerda de que la única decoración de la casa eran los libros,
que andaban por todas partes. Me cuenta anécdotas divertidas de su niñez,
cuando ser hija de alguien que escribía cuentos y poemas era una rareza.
Augusto Roa Bastos escribió cuentos para niños,
editados en La Florcita, la colección infantil de Ediciones La Flor (la de
Mafalda), colección dirigida entonces por Amelia Nassi, que se convertiría en su
compañera por muchos años, y su colaboradora en las interminables
transcripciones de la famosa novela. Se comenta que Roa ayudaba a escritores de
provincias, que no tenían la oportunidad de ser considerados “escritores
argentinos”, apoyado en su ganado prestigio. Entre ellos su gran amigo Tomás
Eloy Martínez, Juan José Saer y Daniel Moyano, respectivamente de Tucumán,
Santa Fe y La Rioja.
El cine lo fascinaba. Escribió decenas de
guiones, muchos de ellos con Tomás Eloy Martínez. Debutó con El trueno entre las hojas, dirigida por
Armando Bo y protagonizada por Isabel Sarli, que también debutaba como actriz. Hijo de Hombre se llamó también La Sed y
Choferes del Chaco y trabajaron Paco Rabal, Olga Zubarry y Lucas Demare. Tanto
le interesó el cine que escribió Reflexiones
sobre el guión cinematográfico, recientemente reeditadas por la Fundación
Roa Bastos, y fue docente de guión en las universidades de La Plata y Rosario.
Mirta cuenta que, al partir de Buenos Aires, tiró todos los que no se habían
filmado.
Cuando en 1976 el golpe militar en Argentina
hizo insostenible la situación, Roa Bastos fue invitado por la Universidad de
Toulouse a enseñar cultura latinoamericana. Enseñó también guaraní y se enamoró
de Iris Giménez, que enseñaba lengua náhuatl. Con ella tuvo tres hijos, Francisco,
Silvia y Aliria.
En Francia continuó escribiendo junto a sus
actividades universitarias, pero nunca se sintió del todo integrado. En cambio,
le encantaba Madrid y adoraba Buenos Aires. Vivía en Toulouse cuando le fue
otorgado el premio más importante de su vida, el Premio Cervantes, en 1989, el
mismo año que derrocaron a Stroessner.
A partir de entonces, Roa viajó muchas veces a
Paraguay y añoraba el regreso definitivo al terruño. Sin embargo, el asunto le
provocaba problemas familiares, hasta que, finalmente, se estableció en Asunción
en 1996, ya separado de Iris. Había vivido cuarenta y ocho años fuera de su
país y tenía setenta y ocho. Los primeros tiempos después del regreso fueron
intensos y le dieron muchas gratificaciones. El hombre que volvió estaba lleno
de proyectos.
Publicó Metaforismos, frases extraídas de sus
novelas, escribió una columna periódica en el diario Noticias y se dedicó a lo
que Mirta llama “su obra no escrita”: el contacto con la gente, los alumnos,
las conferencias. En el documental “El Portón de los Sueños”, de Hugo Gamarra,
vuelve a Iturbe, el pueblo de la niñez. Tenía interés en que hubiera en su país
un instituto del cine. Felizmente, Hugo Gamarra es actualmente el director de
la Fundación Cinemateca del Paraguay y, junto con la Fundación Roa Bastos, en el
marco del festival internacional de cine de setiembre, ofrecieron charlas sobre
Roa como cineasta y convocaron al primer concurso nacional de guión Roa Cinero.
Otro de sus proyectos era hacer ediciones fasciculares
ilustradas de cuentos en letra grande, accesible a todo público, ya que insistía
en la promoción de la lectura. Este proyecto se concretó después de su muerte.
La mirada de Mirta se empaña cuando habla de la
asistente doméstica que tuvo el padre bastante tiempo. La mujer se ganó la
confianza del escritor, pero después lo mantenía aislado, dopado, desatendido.
Además, le robó mucha plata. Mirta y su hermano Carlos tuvieron que venir de
Caracas, donde vivían, a tomar cartas en el asunto. Por suerte, al dejar de
tomar tranquilizantes, Roa Bastos recuperó por completo la lucidez.
Pasado un momento, Mirta sonríe al mirar los
libros infantiles en guaraní que tiene en la mano. El libro que mira es una
versión en guaraní de El Pollito de Fuego
(Ryguasu’í Tata), escrito al nacer
Natalia, la nieta mayor, y que ahora forma parte del proyecto Pueblos
Originarios, Roa Bastos y Multilingüismo, que financia la Agencia Española de
Cooperación Internacional para el Desarrollo. Al mismo proyecto se debe la
reedición de Las Culturas Condenadas,
selección de ensayos sobre los pueblos indígenas de Paraguay, compilados e
introducidos por Roa Bastos, con prólogo del ex ministro de cultura, Ticio
Escobar.
Mirta cuenta que este año, para el aniversario
de Roa Bastos, los estudiantes de Letras de la Facultad de Humanidades
organizaron una jornada de lecturas, recreación de diálogos, etc. Considera
imprescindible pasarles la posta a los jóvenes y se alegra de que todo lo hayan
hecho ellos.
—Desde Argentina me pidieron permiso para
publicar el prólogo que escribió Roa para La Lombriz, del argentino Daniel
Moyano —dice Mirta, y se ríe—. Yo se los di, pero tuve que pedirles que por
favor me enviaran el prólogo, yo no lo tenía. Son hallazgos importantes para el
acervo de la Fundación. Los prólogos son una maravilla —continúa—. El de Tentación de la Utopía, de Rubén Bareiro
Saguier y Jean-Paul Duviols, es impresionante.
A pesar de que la Fundación data de 2007, fue a
partir de 2011 que comenzó a consolidarse, con el apoyo de la Agencia Española
de Cooperación. Mirta, su hermano Carlos y Toni Carmona han visitado ciudades
del interior de Paraguay, y Resistencia, Corrientes, Formosa, en Argentina.
Estarán en Uruguay en octubre para la Feria del Libro. Difunden estos nuevos
libros viejos y continúan la labor de rescate.
Mirta cuenta que acaban de recuperar un bombo
que tenía su padre junto a una caja chayera y una armónica. A Roa Bastos le encantaba
la música y escribió un montón de letras musicalizadas por Agustín Barboza
entre otros. Muchas veces las musicalizaba él mismo. El bombo, cuando partió al
segundo exilio, quedó en Buenos Aires, en casa de la madre de Amelia Nassi.
—Por cierto, con Amelia somos muy amigas —afirma
Mirta. Y a continuación, con la cabeza puesta en los rescates, pregunta si se
puede poner en esta nota la dirección de email de la Fundación—. Porque esta
revista que tú representas, tan difundida, va a ser vista en muchos países y alguien
puede tener algo de Roa. Todo lo que se pueda recuperar nos interesa, fotos,
artículos, entrevistas. En la nueva Constitución del Paraguay, Roa participó
junto con el jurista argentino Leandro Despouy, en el artículo dedicado a los
derechos indígenas. En el apartamento encontramos muy poca cosa. Imagínate todos
los escritos previos que debe de haber, los borradores. Todo eso son rescates
valiosos que ojalá podamos encontrar. Hay millones de cosas por todos lados.
Terminamos la entrevista y me da las
coordenadas de la sede de la Fundación Roa Bastos. A la mañana siguiente camino
por la rosada Asunción hasta la antigua y rosada casa del Mariscal
Estigarribia. En la plaza hay una librería fabulosa —Servilibro— que es una editorial
dedicada a autores paraguayos. Paso por allí porque busco un libro que me mostró
un artesano sobre el arte indígena del Paraguay, escrito por Ticio Escobar, uno
de los amigos de Roa y miembro de la directiva de la Fundación, además de ex
ministro de cultura. Hoy hace tanto calor que la vendedora me convida un tereré
refrescante y me devuelve la energía.
Compro el libro y entro a la casa, husmeo el
museo, la sala de proyecciones y el patio. Entonces llega, con prisas, Toni
Carmona para seguir hablando de Roa Bastos. Pero nos divagamos, yo ya estoy con
la cabeza en el regreso y, como a los dos nos gusta conversar, hablamos de cine
latinoamericano, de la Cinemateca y del próximo festival de cine de Asunción,
en una mesa del patio, con cortados y agua bien helada. También hablamos de
Rafael Barrett, que casualmente yo estoy leyendo y sobre el que Toni está en
plena investigación que lo lleva a menudo a Uruguay. Mientras hablamos, lo
llama Mirta para que me dé un ejemplar de Yo
el Supremo, porque yo le dije que lo leí a los diecinueve años y nunca lo
releí. Vamos a Servilibro y yo pienso en cómo voy a meter tantos libros en el
equipaje, porque ayer Mirta ya me regaló unos cuantos.
Y entonces siento que Asunción no sólo es
rosada, cálida y hospitalaria, sino que alberga mucha gente inquieta,
preocupada y ocupada por la cultura, que se mueve, y hace y consigue cosas
importantes. Y en esa “isla rodeada de tierra”, como llamó Roa a Paraguay, de a
poco se tejen redes culturales con los países vecinos, redes que van más allá
de los acuerdos políticos y son más sólidas y duraderas.
Nota: La dirección
electrónica de la Fundación Roa Bastos es fundacion.arb@gmail.com.
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