Tengo dos hijos que estudian en Estados Unidos y Gabriel, el mayor, me fue a esperar al aeropuerto John F. Kennedy como si yo fuera a perderme si andaba sola por la ciudad de los rascacielos. Igual le agradecí el gesto porque nos divertimos unos días jugando a no hacer cosas de turistas, ya que él ha estado muchas veces en Nueva York.
Después, el viaje no se trataba de conocer lugares sino de visitar hijos. No esperaba mucho de Pittsburgh, donde él estudia, pensaba que lo más bello de los Estados Unidos estaba en las costas, oeste o este, con la excepción de los maravillosos paisajes del Cañón del Colorado o de los grandes lagos del norte que nos regalan las películas. Qué equivocada estaba. Pittsburgh me deparó sorpresas impactantes. Sabía de esta ciudad que fue la cuna de Andy Warhol y la capital del acero. Por eso su equipo de fútbol americano se llama los Steelers (acereros). No es por eso que es un equipo importante pero, ya que estamos, vale la pena mencionar que los Steelers ganaron seis de las ocho veces que llegaron al Super Bowl, la última en 2009. Sabía que la industria en Pittsburgh se vino abajo con la recesión de principios de los setenta y la competencia de la mano de obra más barata del tercer mundo. La capacidad industrial ociosa de la ciudad se podía ver en galpones, antiguas fábricas y barrios enteros deshabitados. Solo eso sabía al llegar, una noche de fines de junio.
Al día siguiente me desperté en un
apartamento de dos ambientes de un edificio del siglo XIX. La lluvia era
torrencial, Gabriel dormía como duermen los jóvenes y desayuné en el deck exterior de la cocina, admirando el
contraste de los ladrillos oscuros, la hiedra fresca y una maceta con petunias
que había en el muro del edificio lindero. No sé si el clima fue especial este
verano, pero los diez días que estuve en Pittsburgh mostró una versatilidad
asombrosa, con lluvias repentinas, tormentas eléctricas que duran diez minutos
y dejan lugar a cielos casi despejados, brisas de aire seco y una temperatura
veraniega muy agradable. Un consejo para el turista desprevenido: siempre hay
que andar con un abrigo liviano porque en todas partes —bares, buses, edificios
públicos, museos— exageran con el aire acondicionado.
Me sorprendió la amabilidad de la gente. El
primer día fuimos al supermercado y salimos, bajo lluvia, cargados con las
consabidas bolsas de papel. A los diez minutos chorreábamos agua en la parada
del bus y las bolsas se habían desintegrado. Un señor detuvo el auto y nos
llevó hasta casa. Como en Montevideo, mi hijo y él encontraron conocidos
comunes.
Nada de lo que vi se parece a la ciudad
industrial en decadencia que me había imaginado. Mi hijo tenía que terminar un
trabajo y yo una traducción y, como él ha elegido no tener internet en la casa,
todas las mañanas íbamos a la fabulosa biblioteca de la Universidad, a la
también impresionante del barrio Squirrel Hill o a algún boliche con wifi. En
las tardes, Gabriel me paseó por la ciudad, a pie, en bus y, a veces, en un
auto prestado. Aprendí que la economía de Pittsburgh se reconvirtió con éxito
apostando, no solo a los servicios y la tecnología, sino también a la cultura,
al turismo interno y la sostenibilidad. La ciudad de asienta sobre colinas
boscosas —que subsisten en los cuatro inmensos parques de la ciudad y en sus
alrededores— y confluyen en su centro los ríos Allegheny y Monongahela para
formar el caudaloso Ohio. Esta geografía le da a la ciudad un atractivo
especial: calles que suben y bajan, ríos y puentes que los atraviesan.
A los aventureros y deportistas les
encantará saber que Pittsburgh constituye uno de los extremos de un sendero de
más de 500 kilómetros, el Great Allegheny Trail, construido en tramos sobre
rieles de antiguas vías, que la une a la capital, Washington. Se recorre a pie,
en patines o en bicicleta y permite disfrutar de los maravillosos paisajes de
los Montes Apalaches. Eso sí, no esperen un camino plano y fácil de recorrer.
Siempre vale la pena subir un cerro y los de este sendero son muchísimos.
Las universidades y los hospitales mueven
una enorme porción de la economía de esta ciudad del suroeste de Pensilvania.
Muchas de las instalaciones de la era industrial se han convertido en empresas,
centros culturales, restaurantes, tiendas, galerías de arte o viviendas. Numerosos
edificios de Pittsburgh tienen la certificación LEED para edificios “verdes”,
que se otorga de acuerdo a criterios como la eficiencia energética o el consumo
de agua. Algunos de ellos son el centro de bienvenida del conservatorio y
jardín botánico Phipps, el Centro Histórico Senator John Heinz, el centro de
convenciones David L. Lawrence y varios de los edificios de la Carnegie Mellon
University.
Cuatro de los hospitales de la ciudad
figuran en los rankings nacionales: el de la Universidad de Pittsburgh, el Childen’s
Hospital, el Magee—Women Hospital y el Western Pennsylvania Hospital. Llama la
atención el movimiento de helicópteros que produce esta cantidad de centros de
salud.
En cuanto a universidades, Pittsburgh
cuenta con la prestigiosa Carnegie Mellon University, la University of
Pittsburgh, donde estudia y enseña mi hijo, Duquesne, Point Park, Chatham
University, entre otras. La sede central de la Universidad de Pittsburgh
merecería un artículo aparte.
Construida en 1937, se conoce como la
Catedral del Saber, porque todo el edificio rememora una catedral. A pesar de
lo impactante que resulta desde afuera —y desde abajo—, el interior sobrecoge.
La sensación es la misma que entrar en una catedral gótica como la de
Barcelona, o la de Chatres, o quizás más extraña porque no hay altares o bancos
o confesionarios, sino bibliotecas; y en lugar de fieles o monjes oscuros
encontramos jóvenes y alegres estudiantes. Este edificio tiene 42 pisos, 163
metros de altura y, por supuesto, una vista increíble de la ciudad y sus
alrededores. Los altísimos techos, los espacios inmensos, la piedra, el hierro,
la madera, los vitrales, todo tan noble como en una verdadera catedral,
contrastan con las mochilas de plástico o lona coloridas y las vestimentas
veraniegas. Los jóvenes no se sienten intimidados al caminar por oscuros y
altos pasillos, o al estudiar sobre valiosas mesas de madera maciza y diez
metros de largo.
El centro de Pittsburgh obliga, como
Manhattan, a andar mirando hacia arriba. Aquí se suma que el oscuro caballero
de capa de murciélago, puede descolgarse de cualquier rascacielos de esta
ciudad gótica, gótica por su vocación de subir, de alzarse, de alcanzar lo más
alto, lo más cerca del cielo. Claro, hablo de Batman, porque aquí filmó
Christopher Nolan en 2012 escenas de la tercera película de su saga, The Dark
Knight Rises.
Pero esta ciudad tiene rascacielos solo en
el centro. Fuimos a un asado con estudiantes hispanos (españoles, mexicanos,
colombianos y chilenos) en una casa enorme con un jardín precioso. Esa mañana
yo me había perdido en el Frick Park, cuya entrada queda a no más de 300 metros
de la casa de Gabriel. Me interné en los senderos del bosque, evité una sendero
que anunciaba “9 miles run trail” y de todos modos salí del otro lado del
parque. En un momento vi dos ciervos que cruzaban un claro. “Ver un ciervo es
como ver un ángel”, dije en el asado. La anfitriona, una pragmática valenciana,
contestó: “Cuando los ciervos se comen las lechugas de tu huerta, te dejas de
misticismos”.
Pero estaba diciendo que Pittsburgh solo
tiene rascacielos en el centro. La casa del asado era una enorme casa de
madera, típicamente norteamericana, con un jardín cuidado, lleno de flores y la
sombra generosa de un roble añoso. La ciudad es pródiga en barrios residenciales,
otros con callejones de viviendas más modestas, barrios de bohemios y artistas,
los de las universidades y el Strip
District, donde se concentran en lo que fue parte del cinturón
industrial, una franja estrecha entre una colina y el río, restaurantes
étnicos, atelieres, galerías de arte, vendedores callejeros, tiendas de diseño
y bares con mucha onda.
Los museos son otro de los atractivos de
esta ciudad. Aparte del Andy Warhol, el artista nativo más famoso, existen
muchísimos otros. A mí no me dio el tiempo para todos, pero no quise perderme dos
de los más conocidos, el de Carnegie Museum of Natural History, que hace las
delicias de los niños con su colección única de esqueletos de dinosaurios, y el
Carnegie Museum of Art, que tiene, entre otras cosas, una impresionante galería
de esculturas que imita al Partenón, aparte del Pitt Fort Museum, una fortaleza
del siglo XVIII con el que uno se topa al acercarse al Point Stand Park,
Todas estas cosas atraen mucho turismo
interno. Encontré por todas partes norteamericanos de otros Estados recorriendo
los atractivos de la ciudad, y pocos extranjeros. Sin embargo, Pittsburgh sería
agradable aun sin museos, sin universidades. Adoro las ciudades con puentes y
si algo tiene en abundancia Pittsburgh son puentes. El hierro, el agua y la
piedra, junto a la vegetación de las riberas, son paisajes suficientes para
embellecer una ciudad. Los contrastes que aparecen por doquier entre lo antiguo
y lo moderno son otra de las maravillas disfrutables.
Me fui de Pittsburgh contenta de tener un
hijo allí, porque jamás se me hubiera ocurrido ir si no fuera por él. Y
realmente, es una ciudad que bien se merece unos días de estadía. No solo unos
días. De hecho, está dentro de las 50 ciudades con mejor calidad de vida del
mundo. Es una ciudad donde me gustaría vivir.
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