Un sábado de primavera hice una excursión a la Isla de Flores con un grupo de fotógrafos que conocí en Flickr, un sitio web especializado en fotografía. En esa isla pequeñísima viven dos personas, el farero y su ayudante, durante períodos alternos de dos semanas.
Hasta hace pocos años no había otra forma de llegar que en embarcaciones particulares, o en la lancha de la Prefectura Naval responsable del cambio de guardia y las provisiones necesarias para el mantenimiento del faro y de sus encargados. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la lancha Alba, con capacidad para 18 pasajeros, ofrece excursiones desde el Puerto del Buceo de Montevideo a los turistas o pescadores deportivos interesados en conocer ese paisaje desolado, casi lúgubre.
Lo cierto es que la Isla de Flores, con su pedregosa y salvaje belleza, tiene una historia sombría que comparte con otras islas del mundo, y constituye un patrimonio cultural, histórico y ecológico más que interesante, a pesar del abandono de los hombres y del desgaste provocado por el clima y el transcurso del tiempo, que la han convertido en una lamentable exposición de ruinas. A las pocas edificaciones que conservan el techo, se recomienda no entrar por peligro de derrumbe.
Ubicada a media distancia entre la costa de Montevideo y el temible “banco inglés” —que registra más de 160 naufragios—, a 10 millas náuticas o 18 kilómetros del Puerto del Buceo, la isla despertó el interés de gobiernos y navegantes en tiempos de la colonia, con la importancia creciente de los puertos de Montevideo y Buenos Aires. El último virrey del Virreinato del Río de la Plata pretendió construir en ella un faro, y los vientos independentistas de la época lo derrocaron antes de cumplir su propósito. Sin embargo, el faro se construyó. Lo comenzaron los portugueses y lo inauguró el gobierno criollo. Cuentan las crónicas que la noche de la inauguración, el 1° de enero de 1828, los montevideanos se volcaron en masa a la costa a festejar con júbilo aquella luz lejana en el mar. El faro es imprescindible para la navegación de las aguas peligrosas del Río de la Plata, puerta de entrada a numerosos puertos fluviales. Hoy es la única construcción de la Isla de Flores que se conserva en excelente estado. Retacón, como los típicos faros de factura portuguesa, mide 20 metros, que sumados a los del promontorio rocoso donde se encuentra alcanzan los 37 metros sobre el nivel del mar. Emite dos destellos cada 16 segundos.
La Isla de Flores se compone de tres islotes que se separan y se unen de acuerdo con las mareas y los vientos. El islote más alto, el del extremo oeste, es el que alberga el faro y la mayor parte de las construcciones. El capitán de la lancha “Alba”, que nos llevó a la isla, oficia también de guía turístico: ofrece un recorrido guiado y cuenta la historia. Pero el acceso está permitido sólo al primer islote. Contando los tres islotes, la isla tiene 1.700 metros de largo y no más de 370 de ancho.
En el siglo XIX y hasta las primeras décadas del XX, la Isla de Flores funcionó como lugar de cuarentena para los pasajeros de los barcos, repletos de inmigrantes, que llegaban a Montevideo y, a veces, para los que iban a Buenos Aires. La viruela, la fiebre amarilla, el cólera y otras epidemias asolaban a las poblaciones antes de la existencia de vacunas y antibióticos. En ocasiones el barco era declarado libre de enfermedades en 24 horas por las autoridades sanitarias de la época, pero la mayoría de las veces los pasajeros debían cumplir los cuarenta días de aislamiento habituales de una cuarentena. Para ello se construyeron, cerca del faro, un “hotel de inmigrantes”, inaugurado en 1869, y un ‘hospital de limpios”, eufemismos para distribuir a los pasajeros aparentemente sanos entre uno u otro edificio según el bolsillo de cada cual. Las instalaciones eran austeras y hombres y mujeres se alojaban separados. Aún se conservan, oxidadas y cubiertas de guano, las calderas de desinfección, donde se desinfectaban las ropas y hasta las maletas de los enfermos.
A medida que vamos hacia el este la historia más triste. En el segundo islote estaba el pabellón de enfermos, adonde cualquiera que llegaba sabía que difícilmente saldría de la isla, además de una capilla y un cementerio, y en el tercero y último se divisan, desde el primero, las ruinas de la sala de autopsias, la casa del médico y el crematorio.
¿Cómo sería la isla habitada por los cientos de personas que llegaban en los grandes transatlánticos? Es difícil de imaginar en medio de la soledad inhóspita de hoy en día. Supongo que no habría tantas gaviotas, que ahora son dueñas absolutas del lugar y terminan aturdiendo a las visitas con sus vuelos y graznidos incesantes. Todo está cubierto de guano, se pueden encontrar los nidos llenos de huevos, y los pichones son peludas bolas grises que despiertan ternura. Pero las aves adultas recuerdan inevitablemente a la película “Los Pájaros”, de Hitchcock: producen una sensación amenazante, de desasosiego, y resulta difícil tomar una foto en donde no salgan una, dos o mil gaviotas.
Sin embargo, no es tan difícil conjeturar los sentimientos de frustración de aquellos inmigrantes que podían ver en el horizonte el perfil de la tierra prometida, siempre del otro lado de algún mar, inaccesible. Puedo imaginar el hacinamiento y la promiscuidad, el frío y la desolación del largo y ventoso invierno, la percepción del mar como un obstáculo insalvable después de haber sido el camino de la salvación durante la larga travesía desde Europa. Y también veo la otra cara de la moneda: el “dolce far niente” de los sanos en los días de verano, siempre con la refrescante brisa marina, el placer de las olas rompiendo en las rocas, mientras se jugaba a las cartas, se tejían romances o se hacían planes para el futuro.
No sólo los inmigrantes pobres pasaron por allí, sino también notables criollos que volvían de viajes al viejo continente, como por ejemplo Andrés Martínez Trueba y Alfeo Brum, quienes fueron más adelante presidente y vicepresidente de la República. Hay leyendas que cuentan que hasta Gardel se alojó en la Isla de Flores y cantó en el hotel. En 1935, con el avance de la medicina, las autoridades sanitarias decretaron oficialmente el cierre de los lazaretos.
Tampoco faltó en la Isla de Flores el tercer destino de este tipo de islas, no demasiado alejadas de la costa: el de prisión. Los primeros presos que se registran fueron prisioneros de la guerra civil del año 1904. También hubo más de 150 presos políticos durante la dictadura de Gabriel Terra (1933-1938). Algunos de ellos escribieron una carta en la que se quejaban de las condiciones de reclusión: “Los confinados en este peñasco inhóspito queremos documentar, por la expresión estricta de la verdad, el estado humillante de privaciones y vejámenes a que se nos somete (…) Alojados en vastas y desoladas cuadras, en donde permanecemos rigurosamente enclaustrados, bajo la amenaza de los fusiles, sin el recreo que se tolera a los propios encausados por delitos atroces, echados sobre colchones de paja provenientes del lazareto, asquerosamente manchados, sin camas, frazadas ni sábanas, dejamos fluir lentísimamente las horas interminables, mezclados los sanos con los enfermos”.
Por último, el capitán del “Alba” cuenta que en la última dictadura se recluyó en la isla por un par de meses a unos sindicalistas, después de una rebelión en la empresa estatal de telefonía y electricidad. Se equivoca: sucedió en 1969, antes del golpe de estado, cuando el gobierno del presidente Jorge Pacheco Areco decretó las “medidas prontas de seguridad”, un conjunto de medidas que suspendía garantías constitucionales para enfrentar la efervescencia política y social del momento. Una huelga en la empresa estatal terminó con la clandestinidad de la directiva del sindicato y el confinamiento de más de cincuenta sindicalistas en la Isla de Flores.
En la última década ha habido diversas propuestas para la Isla de Flores. No han faltado, entre otras, la de un centro de rehabilitación de menores y la de un hotel cinco estrellas. En 2006 el gobierno nacional incluyó a la isla entre las áreas protegidas con la categoría de Parque Nacional bajo jurisdicción de la Dirección Nacional de Medio Ambiente. En octubre pasado, se decretó de interés nacional el Proyecto Isla de Flores, por lo que la incorporación de la isla al Sistema Nacional de Áreas Protegidas es inminente.
Pasados ya los tiempos aciagos, esperamos que en el futuro la Isla de Flores no ofrezca más que momentos gratos y un tributo a los inmigrantes y confinados que allí estuvieron, muchos de ellos antepasados nuestros, que contribuyeron a forjar el Uruguay de hoy.
Recuadro: Área protegida
Extractado de: http://www.snap.gub.uy/dmdocuments/PROYECTO%20ISLA%20DE%20FLORES.pdf
La isla de Flores presenta características generales de flora y fauna de relevancia para conservación, especialmente la presencia de numerosas aves entre las que se han encontrado 31 especies. Dado el avance de la presencia humana en áreas costeras, se hace necesario la creación de áreas protegidas que permitan el desarrollo de estas poblaciones de aves. En las costas uruguayas predominan las playas arenosas, pero también emergen áreas rocosas de distinta naturaleza y tamaño, siendo la mayor parte de éstos, sistemas expuestos con pocas áreas protegidas. En la Isla de Flores existe una vegetación halógena y las condiciones que permiten desarrollar cangrejales en medios de vegetación compuesta de juncos. También se encuentran diversos tipos de líquenes en los sustratos rocosos, así como importantes comunidades de mejillones y otros invertebrados. Entre las algas se desarrollan poblaciones de isópodos y otros crustáceos como especies de cangrejos y moluscos. Entre los peces se destacan la corvina, la pescadilla, la brótola, la lisa y el pejerrey, así como peces estacionales de importancia económica y para la pesca deportiva.
Asimismo, por la propia condición de área protegida a ser ingresada en el Sistema Nacional, los valores históricos, así como arquitectónicos de las construcciones, determinarían la necesidad de un proceso de restauración o reciclaje. Esto supondría la satisfacción de otra demanda derivada de la condición de área protegida, como es el establecimiento de un Centro de Información al visitante. Esta es una característica básica en las áreas protegidas sujetas a visitación. Se provee allí de un área para la presentación de la zona a visitar, reglamento de visitas, diseño de senderos, códigos de cartelería, exposición de audiovisuales, museo, cafetería, servicios higiénicos y eventual refugio ante inclemencias meteorológicas, entre otros usos.
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