sábado, 6 de octubre de 2012

Unos días con los Aché


Los aché son una etnia indígena del nordeste del Paraguay, en su origen cazadora y recolectora que, obligada por la deforestación, en la década del setenta del siglo pasado entró en contacto con la civilización occidental y comenzó el traumático proceso de convertirse en un pueblo agricultor. La comunidad aché de Kuetuvy conserva su identidad, vive en una aldea en medio del abigarrado bosque subtropical, cultiva hortalizas para autoconsumo y exporta yerba mate orgánica a los Estados Unidos.

Llegamos a la comunidad aché de la Finca 470, al noreste de Paraguay, en agosto, poco más de un mes después del golpe de palacio que destituyó al presidente Lugo. El presidente fue sometido a juicio político a raíz de las muertes ocurridas por enfrentamientos entre la policía y campesinos sin tierra en Curuguaty, a 35 km. de la Comunidad de Kuetuvy. Durante nuestra estancia de tres días, los aché nos ofrecieron artesanías: collares de dientes de mono, bolsos y esteras de fibras vegetales, tallas en madera que representan animales de la zona: el tapir, el armadillo, el jaguareté. Algunos de nuestro grupo pidieron arcos y flechas y aparecieron dos que el cacique Martín Achipurangui tenía en su casa y vendió de buen grado y a buen precio.
Ahora me sorprende ver fotos de los mismos pacíficos aché que conocí, erizados de arcos y flechas y pintados de guerra. El conflicto existía mientras estuvimos en la cosecha de yerba mate: los “carperos” o sin tierra ya habían ocupado parte de la propiedad, comenzado la tala ilegal de árboles, y la comunidad había pedido consejo jurídico sobre cómo actuar. Delante de nosotros, los aché mantuvieron una discreta reserva sobre la situación. Algunos pocos nos enteramos, incluso oímos la motosierra alterando la paz de la selva, pero todo estaba detenido por la cosecha, los niños no tenían clase y había visitas en la comunidad.
Leo en portales digitales que pocos días después de nuestra partida, y ante la falta de respuesta por parte de las autoridades, se comunicaron con otras comunidades aché, reunieron a más de 500 guerreros y dieron a los ocupantes un ultimátum antes de atacar. Se sabían en inferioridad de condiciones, ya que los carperos tienen armas de fuego y ellos pelean con sus armas tradicionales que, ante la necesidad, aparecieron como por arte de magia —no son una artesanía. Es que la Comunidad de Kuetuvy tiene una larga historia de lucha por la tierra y está demasiado orgullosa del flamante título que le otorga la propiedad de la Finca 470. Esta lucha por la tierra, donde convergen intrincados intereses, es una de las variables ineludibles para comprender la historia del Paraguay. Pero ese no es el tema de esta nota.
¿Qué hacía yo allí? Cuatro meses antes coordiné con Alex Pryor mi asistencia a la cosecha de la yerba mate para escribir un artículo. No lo conocía, apenas teníamos un amigo en común. Alex, argentino de Buenos Aires y Michael Newton, californiano y conocido como “Don Miguel” por los amigos, fundaron hace quince años, al terminar los estudios en la Universidad de Santa Rosa, California, la empresa Guayakí. Al principio, la empresa se limitaba a comprar yerba mate rigurosamente orgánica y a exportarla a los Estados Unidos, donde se vende como yerba mate o se fabrican productos orgánicos derivados; por ejemplo, una bebida energizante. La conciencia ambiental de los socios creció hasta convertir a Guayakí en una empresa B, es decir un tipo de empresa en que el lucro es necesario para sustentar el proyecto empresarial, pero cuyo objetivo fundamental es la regeneración de ecosistemas degradados y la inclusión de comunidades campesinas e indígenas para mejorar su calidad de vida.
El encuentro entre la Comunidad de Kuetuvy y la empresa Guayakí, en 2001, fue providencial para las dos partes, ya que ofreció a la comunidad un medio de vida y puso a disposición de la empresa la mano de obra necesaria para comenzar a plantar yerba mate bajo sombra e iniciar la extensión del bosque subtropical y la recuperación de la biodiversidad. El acuerdo incluyó la asesoría técnica, por parte de Guayakí, para comenzar un vivero, limpiar el sotobosque de especies invasivas, trasplantar y cosechar. La empresa pagaría a los aché un 50 % más que el precio de mercado por la hoja verde.

El viaje fue una cadena de sorpresas. La primera fue que la lista de invitados de Alex sobrepasaba las treinta personas: ocho norteamericanos, dos colombianas, un chileno, una uruguaya —yo— y un puñado de argentinos. Todos ambientalistas, o dueños de otras empresas B, o integrantes de equipos de ventas y compras de Guayakí en California, o la gente de Sambazon, una empresa gemela que cultiva en la selva amazónica el açaí, un fruto de propiedades nutritivas extraordinarias. Todos con tiendas de campaña, dispuestos a dormir entre los ranchos de la comunidad indígena y a participar en la cosecha y en la fiesta que ella supone como culminación y recompensa.
La segunda sorpresa fueron los niños. Llegamos a la comunidad después de lo previsto, ya a oscuras. Bajamos de los autos y la van y una infinidad de niños se abalanzó sobre nosotros, para abrazarnos y besarnos, reírse del asombro y el cansancio y darnos la bienvenida a su casa. Esos niños parecían felices, carecían del más mínimo asomo de timidez, y les sobraba cariño para trasmitir. Algo incompresible y misterioso se entreveró entre los abrazos para conmovernos a todos, a algunos hasta las lágrimas.
El otro momento prodigioso de esa noche ocurrió cuando Margarita Mbywangi, referente de toda la etnia aché que fue cacique de la comunidad y presidenta del Instituto Nacional del Indígena, con un talento admirable para el liderazgo, vino a darnos la bienvenida. Terminó su saludo con una oración tradicional al Gran Espíritu que finaliza con un grito, en representación del hombre, y un lamento, en representación de la mujer, que traspasan el alma aunque uno no entienda lo que dicen. Ese grito y ese lamento expresan toda la desgracia del Paraguay, el dolor de un pueblo originario que, obligado por la desforestación, apenas en los años sesenta y setenta del siglo pasado tuvo sus primeros contactos con la civilización occidental y las desgracias que esta acarrea: una población diezmada por la gripe, concentrada en campamentos, degradada por la etnia dominante, y que sólo después de muchas vicisitudes logró convertirse de recolectora y cazadora en agricultora. Ese grito y ese lamento expresan también el machismo que perdura no solamente entre los aché, sino en general en la sociedad paraguaya. En 1910 Rafael Barrett escribía: “He visto los humildes pies de las madres, pies agrietados y negros y tan heroicos buscar el sustento a lo largo de las sendas del cansancio y de la angustia y he visto que esos santos pies eran lo único que en Paraguay existía realmente”.[1]
A 7 de la mañana siguiente, mientras desayunábamos en el campamento, vimos pasar a los cosecheros o “tareferos” y, al rato, los seguimos junto con Margarita Mbywangi, que oficiaba de anfitriona. Al entrar a la parcela que se cosechaba, nos desinfectamos las manos con alcohol y nos pusimos los guantes que el procedimiento requiere para la certificación orgánica. Luego ayudamos a los cosecheros, desechando las ramas más gruesas que un lápiz y juntando las demás y su follaje hasta formar “ponchadas” que ellos ataban y pesaban con una pequeña balanza, colgando la ponchada de un tronco horizontal. Cuando la camioneta se llenaba de ponchadas, trasladaba la yerba al campamento, armado junto al secadero.
El primer secado se realiza en un cilindro de alambre donde se ponen las hojas y gira sobre fuego. Es un trabajo ingrato el que se hace cerca del fuego a 30° de temperatura ambiente. Sin embargo los aché me siguieron sorprendiendo: mostraban un hábito de trabajo que ya quisieran para sus empleados los responsables de productividad de tantas empresas globales, y el buen humor era la nota predominante. Del secadero las hojas pasan a un galpón que es una sauna. Por debajo corren dos tuberías de casi 40 cm de diámetro, con aire caliente que proviene de un fogón armado en una especie de pequeña caverna semi-subterránea. Arriba, sobre un suelo de tablas separadas de modo que dejen pasar el calor, se esparcen las hojas de yerba mate y pasan allí toda la noche. Al día siguiente se rastrillan hasta un molino, se embolsan en sacos de 15 kg, se cosen y etiquetan. Habrá que esperar un año para la segunda molienda y el consumo.
A las cuatro de la tarde se acabó la jornada laboral. Había partido de fútbol a las cinco. Los tareferos son jóvenes y no descansan. Alrededor de la cancha se apreciaba el sentido comunitario. Un grupo de madres jóvenes amamantaban juntas a sus hijos sentadas en el suelo. Los niños andaban por todas partes. No sé si alguien midió la tasa de natalidad de la comunidad, pero a simple vista es altísima.
Margarita nos develó el misterio de la felicidad de los niños: “Hasta que van a la escuela no los obligamos a nada”, dijo. Y andan empatotados, primos con amigos con hermanos, de distintas edades, por el pueblo y el monte y las casas, descalzos, sucios y sonrientes. Las áreas prohibidas son sólo las de la cosecha y la producción. Hablan aché, la lengua de las madres. Más adelante, en la escuela, aprenderán castellano y guaraní. Muchas veces preguntamos a una mujer con un niño en brazos: ¿Es tuyo? No, dice, es de aquella. Si es joven nos entiende, si es mayor, nos comprendemos por señas. Los niños no son de nadie, los niños son de todos, aunque cada uno duerma en la cabaña con sus padres y tenga claro quiénes son sus hermanos de sangre.
Al tercer día se había terminado la cosecha, con una producción 30 % mayor que el año anterior. La comunidad estaba contenta. Alex Pryor y su comitiva levantaron el campamento y partieron a media mañana. Yo me quedé en vueltas, arreglando un poco los restos del campamento, acomodando el equipaje, porque me iba a Asunción con el hombre de Guayakí en la capital. Ese domingo, en la reunión del Consejo, se resolvió comprar regalos del día del niño, Yo me había olvidado por completo del día del niño.
Me seguía Gabriela, una niña hermosa que está en séptimo y me sirvió de intérprete. Nos nació, desde el primer día, una simpatía mutua. Le saqué una foto y formó con las manos un corazón que me desarmó. Le regalé un resto de pintalabios y unos pendientes de piedras verdes. No sabía de qué otra manera demostrarle amistad. Ahora sé que le voy a mandar una revista, para que se lea a sí misma en letra impresa.



[1] Rafael Barrett, El dolor paraguayo y Lo que son los yerbales. Capital Intelectual, Buenos Aires, 2009. Pág. 62.

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