Salta es tan diversa que cuesta resumirla.
Agraciada por la naturaleza por paisajes montañosos, quebradas y valles
fértiles, en el extremo noroeste de Argentina, se destaca por la historia, la
cultura, la gastronomía y el folklore. La capital es una de las ciudades
argentinas que mejor han conservado la arquitectura colonial y la provincia
está salpicada de pueblos muy antiguos, cultura precolombina y panoramas
asombrosos.
La provincia de Salta, conocida como “Salta,
la linda”, limita con Chile, Bolivia y Paraguay. Es mucho más grande y tan
nórdica como la provincia de Jujuy, a la que abraza y parece empujar contra el
chileno desierto de Atacama y la puna del sur de Bolivia. La capital
provincial, la ciudad de Salta, queda a 1.616 km. al noroeste de Buenos Aires y
900 al norte de la ciudad de Córdoba, en el fértil Valle de Lerma. El
conquistador español Hernando de Lerma fundó Salta en 1582 por orden del Virrey
del Perú.
Llegamos provenientes de Jujuy y el primer
contacto con la capital de Salta, la linda, fue desde las laderas y la cima del
Cerro San Bernardo, que la flanquea por el oeste y que ofrece una panorámica de
la ciudad, del valle, de los cerros que la circundan y las montañas lejanas.
En la plaza principal tenemos para rato: nos
entretienen la Catedral —una imponente basílica de tres naves de un barroco
neocolonial—, el Cabildo de estilo colonial, bellos edificios neoclásicos y
barrocos y el fabuloso Museo de Arqueología de Alta Montaña.
El MAAM merecería un capítulo aparte por
albergar las momias de los Niños de Llullaillaco, tres niños incas sacrificados
por motivos religiosos, probablemente no mucho antes de la llegada de los
españoles, y hallados en un estado de conservación espeluznante a más de 6.000
msnm, en la cumbre del volcán LLullaillaco. El museo está muy bien dispuesto y
resulta una experiencia de aprendizaje que estremece.
En la plaza principal se puede contratar un
city tour (www.busturisticosalta.com) de tres horas por un precio módico. Nosotras
decidimos usar las piernas, la ciudad invita a caminar, alegre y linda. Vamos
muy cerca, a ver el templo y convento de San Francisco, de larga historia y
poseedor del campanario más alto de Sudamérica. El sol ganó su batalla contra
las nubes y la torre de rojo y oro se perfila contra el fondo azul del cielo.
Después vamos a ver el monumento al General Güemes, el caudillo salteño que en
los 1820 protegió la frontera patriota con su tropa de gauchos, batallando
contra el ejército realista del Perú. En el camino nos encontramos con el
Convento de San Bernardo, una delicia colonial que contrasta con la
arquitectura más grandilocuente de la Catedral y de la iglesia franciscana. El
bronce oscuro de Güemes se ve desde lejos, por una avenida con cantero central
que sube hasta la falda del cerro. El héroe reina a caballo en un parque que
domina la ciudad y la estatua es realmente monumental. Vale la pena.
A las 5 de la tarde emprendemos el camino
hacia Cafayate, en los valles calchaquíes. Habíamos calculado unas dos horas de
viaje y queremos llegar con luz del día para ver la Quebrada de las Conchas,
que dicen que es espectacular. Total, son 180 km. rumbo al suroeste. “No”, nos
dicen. “Es camino sinuoso, les va a llevar cuatro horas”.
Al principio nos deslizamos por caminos
arbolados entre tierras cultivadas y de ondulaciones suaves. Maíz, mucho maíz
y, por supuesto, soja. Nos internamos en la Quebrada con las últimas luces del
día. ¿Camino sinuoso? La ruta está en perfecto estado pero vamos a una
velocidad de entre 20 y 40 km. por hora, no vemos más que curvas y curvas,
sabemos que acompañamos al río, pero ¿qué montañas hay a nuestro lado? ¿Qué
profundidad tiene la cornisa que bordeamos? Vamos a ciegas y, por si fuera poco,
nos cruzamos con burros silvestres y un arroyo atraviesa la carretera en un
vado. En un sitio de banquina ancha nos detenemos, apagamos las luces del auto
y nos bajamos. No hay luna. Arriba, las estrellas brillan como nunca, parece
que cuelgan del cielo. El silencio es un lujo para los seres urbanos que somos
y, como tal, lo apreciamos. Descansamos y aspiramos el aire de la noche,
quieto. Después de cinco horas, llegamos por fin a Cafayate. Son las once de la
noche.
Dejamos las cosas en el hostal y salimos a
comer algo a la plaza principal, rodeada de peñas folclóricas, que no son más
que restaurantes con guitarreadas y comidas típicas. Picamos tamales, humitas,
empanadas salteñas y cabrito asado, tomamos vino patero (el vino artesanal,
hecho de uvas que se pisan con las “patas”) y cantamos. Los turistas
extranjeros se han ido ya casi todos a dormir y los que quedan vienen de muchas
provincias argentinas. Los guitarreros preguntan al público de dónde son y,
dependiendo de la respuesta, cantan chacareras santiagueñas o de la vecina
provincia de Tucumán, la tierra de Mercedes Sosa, chamamés entrerrianos, cuecas
de la región del Cuyo, carnavalitos norteños, vidalas de las pampas y zambas de
todos lados. No en vano estoy en Salta, la provincia que aportó al folklore
nacional músicos de la talla de Los Chalchaleros, Julia Elena Dávalos y Eduardo
Falú.
A la mañana siguiente madrugamos. Esa noche
tenemos que devolver el auto en Jujuy y el sol radiante y la ansiedad por
conocer no admiten demoras. Cafayate es la “segunda capital del vino” (la
primera es Mendoza) y el valle está sembrado de bodegas y viñedos, con una ruta
del vino muy bien organizada. Hacemos una recorrida por el pueblo. En la plaza
donde cenamos anoche visitamos la Catedral de estilo colonial y algunos puestos
de artesanías, muy recomendables en toda la provincia.
Nos enteramos de que no podremos regresar a
Salta por Cachi, un pueblo enteramente colonial en la puna salteña, a los pies
del nevado del mismo nombre. Los caminos están muy barrosos, ha llovido
demasiado, es peligroso, nos dicen. Sólo si tuviéramos una 4 x 4. Decidimos ir
por la mítica Ruta 40 —que nace en el lejano Sur, a casi 5.000 km. de
distancia, y llega a la frontera con Bolivia— solamente hasta donde se acaba el
pavimento, en el pueblo de San Carlos. Como ahora tenemos más tiempo, nos
desviamos antes unos 4 km. hacia el sur, hasta El Divisadero, a ver la primera
de las Cuevas del Suri, que requiere un ascenso corto, a unos 300 metros de la
carretera de tierra. El Suri es una especie de avestruz o ñandú de la zona y
fue pintado en la roca hace unos seiscientos años. Pero no es la pintura
rupestre lo que más me impacta esa mañana, sino la conversación con Rodrigo, el
guía que surge de un caserío al pie del cerro y nos lleva “a voluntad” a la
cueva que, sin su ayuda, no encontraríamos. Nos paramos a conversar sobre una
roca con huecos que aún conservan agua de lluvia. Yo no veo más que una roca
con huecos, pero esos huecos resultan ser morteros prehistóricos. Rodrigo tiene
17 años y nos cuenta que vive en el caserío con unas 15 familias cuyo sustento
es el turismo. Algunos son guías, otros fabrican prendas tejidas de lana de
oveja y de llama.
—¡Ah! —digo, alerta—. ¿Entonces tienen aquí
llamas?
Él contesta que no, que aquí tienen ovejas. La
lana de llamas la obtienen de una comunidad diaguita que a dos días de camino
entre los cerros y no se deja ver por los turistas o extraños.
—Nosotros les llevamos las frutas y verduras
que cultivamos –concluye—. Porque la plata no les sirve para nada—. Rodrigo
sigue hablando de la fiesta de la Inmaculada, el 8 de diciembre, cuando se
juntan muchos habitantes del valle en la Quebrada de las Conchas. Ellos caminan
desde la noche anterior y llegan temprano en la mañana. Todos llevan comida y
bebida, hay misa y después se baila y se canta.
—¿Entonces ustedes llevan comida para
vender?— vuelvo a despistarme.
—¿Vender? –Rodrigo se ríe, sorprendido—. No,
no se vende nada, todo se comparte.
Yo me he quedado muda. En pocos minutos
escuché frases que no se olvidan y me pregunto si esta gente es de este
planeta, cómo es que nosotros nos complicamos tanto y alguien aparece de
repente y te zampa: “la plata no les sirve para nada”, como si no dijera nada
importante.
Sin embargo, el tiempo nos apremia, nos
despedimos de Rodrigo, de Cafayate, y emprendemos el recorrido de 25 km. hasta
San Carlos, por el antiguo Camino Real que es ahora la Ruta 40. San Carlos es
uno de los pueblos más antiguos de Argentina. Se fundó por primera vez en 1551
y luego, destruido y vuelto a destruir por los indómitos calchaquíes, se
refundó tres o cuatro veces más en el siglo XVI. Llegamos al mediodía y en las
calles nos cruzamos con estudiantes que vuelven a sus casas. Al minuto, el
pueblo queda vacío y podemos recorrerlo como si fuera atemporal. Podríamos
estar en 1683 o en 1849, por ejemplo. Lo recorremos hasta la plaza, entramos a
la iglesia de San Carlos Borromeo y nos sentamos a almorzar en una fonda donde
nos atienden de maravilla.
Al irnos de San Carlos hacia Cafayate,
tomamos un empalme para regresar por donde vinimos. Al fin, gracias a las
lluvias, nos perderemos Cachi pero veremos a la luz del sol la Quebrada de las
Conchas y cada una de sus insólitas formaciones rocosas, muchas de ellas con un
cartel que las identifica. Pasamos Los Castillos, Las Ventanas, El Obelisco.
Nos detenemos en El Anfiteatro. Es una gruta sin techo cuyo suelo se formó hace
unos 20 millones de años. Una grieta en la roca arcillosa que, una vez adentro,
se abre como un verdadero anfiteatro. Alguien toca música andina con zampoña o
quena. No estamos solos, pero a todos nos conmueven la atmósfera y la belleza
de este lugar y hablamos en susurros. Es místico, es un prodigio de la
naturaleza. Uno más de los que este viaje por la provincia de Salta nos ofrece.
En este instante no me importa no haberme internado en Los Andes y haberme
perdido la puna salteña. Sólo quiero estar donde estoy. Mi estado zen se
interrumpe cuando me doy cuenta de que quisiera pegarles a los que pintan las
rocas con aerosol. Más adelante hay otra formación llamada La Garganta del
Diablo. Es una gruta maravillosa aunque, después de vivir la experiencia del
Anfiteatro, no resulta tan impresionante.
El camino de cornisa se acaba poco después de
cruzar el puente sobre el Río de las Conchas. Pronto estamos en una ruta casi
recta y vemos las indicaciones del Dique de Cabra Corral, que podemos visitar
si nos desviamos apenas 8 km. Son las 6 de la tarde y decidimos que tenemos
tiempo para aprovechar los últimos rayos del sol. Sí, vamos a ver agua, decimos
como buenas montevideanas, acostumbradas a vivir junto al mar. La laguna está
bordeada de colinas y vegetación, hay casas junto al agua, hosterías y algún
restaurante. Más allá del dique dicen que el río tiene rápidos y es ideal para
el rafting. Vemos ponerse el sol detrás de las montañas y su reflejo en el
agua, salpicada de camalotes.
El resto del camino es de noche. Y nos queda
un largo camino: 70 km. hasta la ciudad de Salta, ahora nocturna (no teníamos
por qué entrar a la ciudad, pero nos equivocamos) y luego 125 a San Salvador de
Jujuy, donde debemos devolver el auto.
Salta, la linda, nos deleitó durante dos días
plenos, pero algún día tendré que volver. Nos quedaron tantas cosas para ver…
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