Joaquín Torres-García (1874-1949) regresó a su Uruguay natal luego de un periplo de 43 años, en el que frecuentó las vanguardias modernistas de España, Italia, Nueva York y París, y adquirió una vastísima cultura artística y filosófica. Después de los 60 años llegó a crear su propia corriente estético-filosófica: el Universalismo Constructivo.
Cuando volví al Uruguay, después de 20 años de ausencia, me llamó la atención —en museos, exposiciones y galerías de arte— la cantidad de artistas uruguayos que ordenaban los elementos de sus obras dentro de una estructura de cuadrados o rectángulos, claramente dibujada o apenas perceptible. Muchos de ellos usaron la estructura ortogonal en sus principios y otros aún la utilizan. La explicación la obtuve cuando supe que la estructura fue uno de los principios del arte de Joaquín Torres-García, que con su taller de pintura y la Escuela del Sur dejó una impronta imborrable, no sólo en los artistas del Río de la Plata sino en el arte latinoamericano en general.
Torres-García nació en Montevideo en 1874, en el seno de una familia de inmigrantes catalanes y estuvo fuera del Uruguay desde los 17 hasta casi cumplidos los 60 años. A lo largo de su intensa vida, en España, Italia, Nueva York y París, frecuentó las vanguardias modernistas, adquirió una vastísima cultura artística y filosófica, se hizo de un nombre respetado en el mundo del arte, pintó una enorme cantidad de cuadros y murales, fabricó objetos y juguetes de madera, escribió libros, dictó conferencias y ejerció la docencia. Fue influido por las corrientes pictóricas en boga en los principales cenáculos culturales, pero no cejó en la búsqueda hasta formular su propia teoría y crear su propia corriente estético-filosófica: el Universalismo Constructivo.
Torres pensaba que el arte no debía imitar a la naturaleza. Estructura, unidad y proporción eran las ideas rectoras. Salvó la contradicción entre abstracción y representación de la realidad utilizando la semiótica: creó un alfabeto simbólico para representar la naturaleza. Con Torres-García descubrí la proporción áurea, ya utilizada antes por los artistas de la antigüedad clásica, que consiste en que la parte menor de una cosa es a la parte mayor, como la parte mayor es a la totalidad de la cosa. Esta proporción, que se encuentra en la naturaleza, se traduce en un número (1,61803), considerado un número místico. La mejor explicación de la proporción áurea no la encontré en Torres-García sino en YouTube, en un didáctico video que se llama El Pato Donald y la medida áurea[1]. La proporción, entonces, para el maestro, no se refiere a la proporción entre las cosas, sino a la rigurosa aplicación de la medida áurea, tanto en las figuras como en la estructura. En el Museo Torres-García de Montevideo, facilitan a los visitantes un compás áureo, una especie de tijera cuyos extremos guardan entre sí esa relación. Uno puede medir los componentes de los cuadros, las piezas de los juguetes de madera y comprobar en sí mismo la presencia de la proporción áurea.
Torres-García se casó en Barcelona con Manolita Piña, que lo acompañó hasta su muerte, y tuvo cuatro hijos. A pesar de que el artista asistía con regularidad a las tertulias de los cafés (comenzó en el famoso Els Quatre Gats, de Barcelona), estaba lejos de participar de la vida bohemia. Cuenta el pintor y crítico francés Michel Seuphor que, cuando llegaba al taller de Torres en París, los arcos y flechas de los niños disfrazados de indios acechaban al visitante apenas entraba. Los hijos jugaban y corrían en el taller, entre los lienzos aún frescos. No lo molestaban sino que, por el contrario, Torres los adoraba y aprendía de ellos, considerándolos sus maestros, tanto como sus discípulos[2]. De hecho, mucho después, Augusto y Horacio integraron el Taller Torres-García y fueron artistas reconocidos.
El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti ilustra con humor la austera vida cotidiana de los Torres, al contar que “…en su casa se daba muy poca importancia a la comida. Eran felices con un poco de lechuga, de zanahoria y de tomate”. Relata Onetti que durante una de sus visitas al pintor, cuando él era apenas un joven escritor, se quedó conversando hasta muy tarde y decidieron invitarlo a cenar. Como el convidado “tenía derecho a comer más o menos en serio” los niños se pasaban uno a otro la pelota de quién iría a comprar un poco de jamón. Como última infidencia, cuenta que en tiempos en que Torres-García cortejaba a Manolita en Barcelona, como ella le daba largas y distraía “sus frases de amor coqueteando con un inmundo perro faldero”, el pretendiente se hartó y tiró al perro por la ventana, antes de preguntar por última vez. “Como en los cuentos de hadas, Manolita y el arte le dijeron que sí”[3].
No es de extrañar que un personaje como Joaquín Torres-García tuviera relaciones turbulentas con el mundo artístico. Picasso y él se tenían respeto profesional, pero no congeniaban. Es muy ilustrativa la lección sobre el pintor español contenida en el monumental libro de mil páginas “Universalismo Constructivo”, en donde Torres lo elogia como un gran artista que “ha contribuido enormemente a sacar la pintura del mal camino para ponerla en la buena vía” y, al mismo tiempo, se ensaña con él: “Hoy es más fácil ver a un rey o al Papa, que a él. Eso sí, cuando encuentra a un amigo por la calle le ruega que vaya a verle, pero después la puerta no se abre”[4]. Al parecer, este fue un desaire vivido personalmente que Torres-García nunca perdonó: Picasso mandó decir que no estaba en casa y él pudo verlo pasar por detrás de quien le hablaba.
En 1928, en pleno auge del arte abstracto y el cubismo, se produjo una influencia decisiva para Torres-García. Cuando vivía en París, a través de su amistad con el holandés Teo Van Doesburg y el belga Seuphor, conoció a Piet Mondrian. Torres-García no había triunfado. No se había afiliado a ninguna corriente y, pese a ser un artista respetado, no vendía lo suficiente. Tenía 54 años y seguía en la búsqueda de un arte puro, absoluto y universal. Al año siguiente fundó junto a Michel Seuphor, Van Doesburg, Mondrian y otros artistas el movimiento Cercle et Carré (círculo y cuadrado) en contraposición al impresionismo. Sin embargo, el movimiento no tenía unos postulados positivos claros y unánimes. Allí confluyeron tendencias como neo-plasticismo, elementarismo, constructivismo, abstracción y geometría.
En 1934, luego de pasar una temporada en Madrid, la familia Torres-García se trasladó a Montevideo, 43 años después de la partida del joven Joaquín. Una de las razones esgrimidas por el artista para el regreso al Uruguay, fue la necesidad de nutrirse del arte precolombino: “Toda América debe levantarse para crear un arte poderoso y virgen”. Sin embargo, el Uruguay se encuentra lejos de las civilizaciones donde floreció el arte precolombino. También tuvieron que ver en el regreso la crisis europea, la constante incomprensión que sufría Torres-García, que por entonces era casi sexagenario, su increíble vitalidad y la incesante búsqueda artística.
En Uruguay, Torres fue bien recibido y desarrolló una actividad frenética. Sin dejar de pintar, fundó la Asociación de Arte Constructivo, editó la revista Círculo y Cuadrado —continuando la tradición de Cercle et Carré— dictó cientos de conferencias, escribió nuevos libros, creó La Escuela del Sur y luego el Taller Torres-García. “El Sur es nuestro norte”, postuló, en un intento de abandonar la brújula de las vanguardias europeas y bogar por un arte puramente americano. El Taller se convirtió en el centro de la pintura uruguaya, reclutó por doquier discípulos y admiradores y cambió para siempre la pintura del Río de la Plata. El movimiento Madi, que integran más de sesenta artistas de países tan diversos como Argentina, Bélgica, España, Francia, Hungría, Italia y Japón, lo reconoce como un referente fundamental.
En 1978, un episodio lamentable provocó la pérdida de setenta y tres de sus obras. Venían de una exposición retrospectiva que se hizo en París y estaban expuestas en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, cuando un incendio las destruyó.
Torres-García murió en Montevideo en 1949, a los setenta y cinco años. En las últimas décadas, la obra del maestro se ha valorizado. Los precios de las obras se multiplicaron y está presente en las colecciones de museos como el MOMA (Nueva York), el Pompidou (París) o el Reina Sofía (Madrid), entre otros.
Sin embargo, aún no está resuelta la cuestión de la valoración que se hace en los distintos países de la obra y la influencia de Torres-García, ni entre los entendidos, ni entre los curadores de museos y exposiciones. Hay quienes dicen que Torres-García es un artista, paradojalmente, cada vez con más futuro, y otros aseguran que siempre fue y será un incomprendido porque se alejó de las vanguardias en su infatigable búsqueda de un arte propio, fuera de cualquier escuela.
En Uruguay, es imposible no ver la impronta de Torres-García. Tal como me pasó a mí al volver, después de 20 años de ausencia, y me pregunté por qué tantos pintores uruguayos insistían en meter todo dentro de cuadrados y rectángulos.
[2] Michel Seuphor, El estilo y el grito, Catorce ensayos sobre el arte de este siglo (Monte Ávila, 1965), citado por El País Cultural, Montevideo, 12/12/2003.
[3] Juan Carlos Onetti, Infidencias sobre Torres-García, tomado de Mundo Hispánico Mayo 1975, en http://www.torresgarcia.org.uy/uc_77_1.html.
[4] Joaquín Torres-García, Lección N° 72 en Universalismo Constructivo (Ed. Poseidón, Buenos Aires, 1944), citado por El País Cultural, Montevideo, 11/04/2003.
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