Carmelo es un pueblo sin más pretensión que ser el poseedor
del único puente giratorio de Uruguay y el único fundado en nuestro país por el
héroe nacional, José Artigas. Fui a Carmelo en una especie de peregrinación
personal: Carlos María Domínguez es un escritor argentino de nacimiento y
uruguayo por adopción. Traducido a más de veinticinco idiomas, tengo el honor
de que sea profesor de mi taller de escritura. Domínguez ha investigado esa
zona en que los límites políticos de los dos países separan territorios unidos
naturalmente por las islas del delta del Paraná. Ha escrito crónicas sobre el
Río de la Plata y novelas que ocurren entre las dos orillas.
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Según cuenta Domínguez en Escritos en el agua, a Julia Lafranconi se la podía ver, cuando era
joven, en los puertos del Tigre (Argentina), Carmelo y Nueva Palmira (Uruguay) comerciando
frutos y comprando insumos, siempre con el sombrero que perteneció a su padre y
la mítica carabina en bandolera. Mientras tuvo buena salud, era frecuente verla
en las tabernas bebiendo y fumando como un hombre y rodeada de hombres. Después,
pasó del comercio al contrabando y este incluyó de todo: desde repuestos para
camiones hasta tráfico de migrantes durante la segunda guerra, judíos que
pasaban por Uruguay rumbo a Argentina y, más tarde, nazis que recorrían el
mismo camino.
Relata que relata Haroldo Conti —escritor argentino asesinado
por la última dictadura— que, todos sus cumpleaños, la visitaban personajes
variopintos de las dos orillas "puntuales y obsequiosos". Escribe
Conti a doña Julia:
…tu ojo es rápido para la amistad, y así entré en tu
historia y compartimos los mismos ríos, los mismos amigos, la casa árbol que
plantó el viejo Lafranconi, el sendero con huellas de carpincho a la izquierda
de la casa, la timonera hembra de aquella balandra premonitoria que ahora
navega entre el muelle y el gallinero, las noches de rompe y raja, el canto
áspero, los muertos que me prestaste porque yo era nuevo, esas desgracias de
calendario que se mencionan a tu espalda, estas ceremonias de la amistad que
iniciamos entonces, y sobre todo, vieja, esas historias desmesuradas, nunca las
mismas, que según parece son el somero resumen de tu vida, sagas y leyendas que
cada año crecen en tamaño, en muertos y rufianes, con barcos de oscuro abolengo
que sueltan amarras a la primera copa y navegan de memoria, malevos de respeto
absolutamente fluviales…[2]
Julia murió en 1965 y sus restos descansan en el panteón que
se hizo construir en el cementerio de Carmelo. En la pared lateral del panteón
está plasmado el nombre de Ramón Guillermino, el hombre que ella le robó a su
hermana y que, en una suerte de justicia poética, huyó con su sobrina. Por eso
su cuerpo no está en el panteón que le estaba destinado.
Con la expectativa de ver la isla Juncal, llegué a Carmelo un
anochecer caluroso de noviembre. Fue raro estar sobre el Río de la Plata y ver
la orilla de enfrente —o quizás debería decir las orillas de las islas del
delta—. El río más ancho del mundo no es tan ancho cerca de su nacimiento. Me
gusta la arena fina de las playas de río y que los árboles crezcan sobre la
misma playa.
A la mañana siguiente, fui a la Calera de las Huérfanas, una
estancia en ruinas con una rica historia. Fue una misión jesuítica con una
población de unas trescientas personas y talleres de distintos oficios, además
de los hornos para ladrillos y tejas y los de cal. Cuando la expulsión de los
jesuitas en 1767, el Cabildo de Buenos Aires designó para gobernar la estancia a
Don Juan de San Martín, padre del libertador argentino. Allí vivió, se casó y
nacieron sus tres hijos mayores. Cuenta Domínguez que existen versiones de que
José de San Martín también nació en el Uruguay actual y que a mediados del pasado
siglo un periodista uruguayo se robó de una biblioteca porteña las
Instrucciones del Año xiii, el
documento más importante de José Artigas y, en represalia, un periodista
argentino arrancó del registro parroquial de Carmelo la partida de nacimiento del
General San Martín. Domínguez constató que, efectivamente, falta una hoja del
libro de la parroquia.
Después, Juan de San Martín fue destinado a la gobernación
de otros pueblos jesuíticos en Argentina, y la estancia pasó a ser propiedad
del Colegio de las Huérfanas de Buenos Aires. De ahí su nombre actual. Lo que
más me gustó de la Calera de las Huérfanas fueron los hornos de cal, porque me
resultó increíble meterme agachada en ellos y pensar que Buenos Aires,
Montevideo y Colonia se abastecieron de su cal. Además, el paraje es tan
solitario que solo se oye el canto de los pájaros y el sonido de alguna perdiz.
Ese día almorcé en un restaurante junto a la plaza principal
de Carmelo, donde descubrí una fuente que me pareció el súmmum del kitsch. La
iglesia también era bastante moderna y no se correspondía con la antigüedad del
pueblo. Al final, hablando con los carmelitanos, descubrí el malentendido. Era
la plaza principal pero no la más antigua. Tuve que mudarme a la plaza Artigas,
con un monumento al fundador, flanqueada por la catedral, la Junta Local, y
otras construcciones de principios del siglo XX, donde reinaban la paz y el
silencio característicos de la hora de la siesta. Yo quería ver y tocar el
registro donde supuestamente falta la partida de nacimiento del general San
Martín, pero la parroquia estaba cerrada. En un pueblo, nada funciona a esa
hora.
Un rato más tarde fui al cementerio, sombreado y fresco,
donde pregunté por el panteón de Julia Lafranconi. Nadie la conoce así sino
como doña Julia. Todos los viejos la
recuerdan, muchos cuentan haber ido a la Juncal y alguno me aseguró que iba a
nado por las mañanas y regresaba en las tardes. Hablan de ella con respeto y
nostalgia. No sé si la nostalgia es por ella o por lo jóvenes que eran cuando
la conocieron. Doña Julia vive aún en la memoria colectiva de los pueblos que
frecuentó, al menos en esta orilla. El encargado del cementerio dice que viene
mucha gente a visitar el panteón y que las autoridades lo tienen muy bien
mantenido porque la ocupante es una leyenda que, con la novela de Carlos
Domínguez, se extiende cada vez más.
Hay otros atractivos turísticos en la zona. Saliendo de
Carmelo hacia el oeste, hacia Nueva Palmira, junto al arroyo Las Víboras, hay
un camino de tierra que, dos kilómetros tierra adentro, lleva a la Estancia y
Capilla Narbona, monumento histórico nacional del siglo XVII. La cuidadora
guarda celosamente las ruinas de la estancia y la capilla. Tengo que tomar
fotos desde las puertas, ya que en casi ninguna habitación se puede entrar por
peligro de derrumbe. La visita vale la pena, las construcciones y el entorno
son solitarios y hermosos.
Y el último, no muy lejos de allí: el kilómetro cero del Río
de la Playa, un sitio delicioso y bien cuidado, donde una boya señala el lugar
donde se unen el Paraná y el Uruguay para formar el estuario más ancho del
mundo.
Agradezco a mi profesor de escritura por haber despertado mi
curiosidad por esta zona del país. Tendemos a ir hacia el este por las playas o,
si buscamos lo antiguo, a quedarnos en la ciudad de Colonia. Carmelo y sus
alrededores bien valen una visita, sea o no un tributo a un personaje de novela
que existió en la realidad, como Julia Lafranconi.
[1]
Domínguez, Carlos María. Tres muescas en
mi carabina. Ed. Banda Oriental, Montevideo: 2012 (2002).
[2]
Domínguez, Carlos María. "Isla Juncal" en Escritos en el agua. Ed. Banda Oriental, Montevideo: 2011. Pág.
56.
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