sábado, 8 de diciembre de 2012

Artesanías paraguayas: un recorrido posible

En este mundo global es difícil discernir, cuando uno visita un país desconocido, cuáles de sus artesanías son tradicionales y específicas y cuáles son un invento comercial reciente, con el único fin de atraer al turista. Después de una semana en Paraguay, puedo decir que las artesanías exclusivas de ese país son los hilados y bordados llamados ñandutí y ao po’i. Sin embargo, perdí oportunidades maravillosas sin saberlo.

Comunidad de Kuetuvy: arte indígena

Al llegar, estuve unos días en una comunidad indígena de la etnia aché y, una noche, los anfitriones vinieron al campamento a vender artesanías. Yo compré un armadillo y un tapir de madera de palo santo tallada y pirograbada. Después vi otros iguales, más baratos, en Asunción. En cambio, no presté atención a una estera de hojas de pindó igual a las que hace cientos de años utilizaban los nómades aché para proteger a la familia del frío de la noche.

Lo primero que los pueblos cazadores y recolectores fabrican, aparte de las armas para cazar, son tejidos y cestos para trasportar sus escasas pertenencias. En la tradición aché, el gran cesto de fibras vegetales y ancha boca se cuelga de la frente de la mujer y se apoya en la espalda. Sirve para llevar desde víveres hasta niños pequeños y es un atributo exclusivo de las mujeres, como el arco lo es de los hombres. Sin embargo, al menos en esta ocasión, no vi cestos. Sí vi algo que también es tradicional de este pueblo: vasijas fabricadas con cestos recubiertos de cera silvestre mezclada con carbón para impermeabilizarlos; queda una bella vasija negra y brillante, con las entrañas de fibras entrelazadas. Los arcos y las flechas, aunque atávicos, no son considerados artesanías porque aún los usan, a diferencia de los demás objetos que han pasado a ser piezas ornamentales para vender.

Asunción: ¿tradición o “for export”?

 En el centro de Asunción hay muchos puestos de artesanías. Ahí es cuando uno duda de la singularidad de los objetos y de su origen en la cultura popular tradicional. Un artesano que talla un retablo en madera y es un libro abierto me muestra un libro abierto de nombre irresistible, La Belleza de los Otros, escrito por Ticio Escobar. Tiene un mapa de Paraguay con la distribución de las diferentes culturas indígenas y el análisis del arte de cada una. El hombre vende también bolsos tejidos y me explica cómo los ayoreo, los chiriguano o los nivaklé del Chaco desfibran la hoja de caraguatá, la hilan y la tiñen con mezclas de tierras, cenizas y semillas que logran una variedad de colores que va desde el natural al negro, pasando por toda la gama de los rojizos, ocres y marrones. También me cuenta que son tradicionales las tallas en madera de palo santo, lapacho, cedro, guatambú y timbó. Se tallan figuras humanas, animales, flores, hojas, utensilios y máscaras. Los jesuitas introdujeron la talla de figuras religiosas que se extendió por todo el país.

A esa altura he resuelto escribir esta nota y todos me dicen que vaya a Areguá, a apenas 30 kilómetros de Asunción, para ver artesanías. Arazí, la nuera de mis anfitriones, se ofrece a hacerme de chofer y partimos temprano al día siguiente, ya que tenemos que devolver el auto a las dos de la tarde.

 Luque: filigranas de plata

 Pasamos por el municipio de Luque, que se destaca por la producción de artesanías con filigranas de plata, un arte de orfebrería nacido en Oriente y traído a estas tierras por la colonización española. El orfebre comienza por fundir la plata, que llega normalmente de Bolivia, para convertirla en un hilo que se afina cada vez más hasta que se puede bordar con él como si fuera de seda. Es un trabajo en miniatura realmente admirable y los luqueños se enorgullecen de la destreza y la imaginación con que fabrican piezas exclusivas, ejerciendo un oficio que se trasmite de generación a generación.

Areguá: Disney, frutillas y barro


Según la leyenda local, fue en las colinas de Areguá que Tupâ y Arasy crearon el mundo con una mezcla de barro, sangre de un ave nocturna, hojas de la selva y un ciempiés. Para darles vida, mojaron las esculturas con agua del lago Ypacaraí, sobre cuyas orillas se fundó Areguá en el siglo XVI.

La calle principal está flanqueada por talleres o tiendas de artesanías. Hay un poco de todo, pero sobresale por lejos la alfarería. Arazí y yo nos bajamos del auto y recorremos unos cientos de metros. Es extraño ver cerámica tradicional junto a esculturas de colores brillantes que representan personajes de dibujos animados como Bob Esponja, Mickey Mouse y otras creaciones de Disney. Las ranas, sapos y lechuzas de un verde chillón son herederos de una tradición de representación zoomorfa de la fauna local. Hay cosas que me hacen gracia, otras que me encantan y otras que no me terminan de convencer. Pero dicen —y no es cierto— que sobre gustos no hay nada escrito. Lo que veo es una apropiación de nuevos temas que se representan con viejas técnicas y también se reproducen formas milenarias con tecnologías milenarias.

Arazí se está por casar y encuentra jarrones preciosos para los centros de mesa, busca angelitos para la cabecera del niño que ya tiene y se entusiasma como se entusiasmó en Luque probándose anillos. Pero el tiempo tirano nos obliga a irnos porque queremos encontrar la asociación de artesanos de Areguá, más allá del pueblo. Nos perdemos y acabamos en la feria de frutillas de las afueras. Compramos medio kilo que vamos comiendo en el auto, directo de la bolsa: están exquisitas. Damos media vuelta, otra vez hacia Areguá, en un carro ambulante nos hacemos de unas galletas integrales de miel y granos y con eso terminamos el almuerzo, justo cuando encontramos la entrada a la asociación.

Es sábado después del mediodía y, a la sombra de un mango inmenso, hay personas que descansan, conversan y comparten el inevitable tereré. Sin embargo, eso no les importa a Pedro Cristaldo, a su esposa Lisa y a Patricio Olazar: venimos de fuera y nos reciben como a reinas. Son directivos de la Asociación y como tales, administran el horno de tres cámaras donado en 2006 por la agencia de cooperación internacional japonesa —JICA—, que permite alcanzar temperaturas de cocción de 1.300° C. Nos lo muestran con orgullo. Tenemos la materia prima y ahora, la tecnología, dice Cristaldo. La aspiración es fabricar porcelana. Le pregunto cómo piensan competir con la porcelana china que inunda los mercados. No competimos, contesta, contundente, lo nuestro es artesanal y eso le da un valor agregado diferente, no aspiramos a encontrarnos en el mismo mercado. ¿Y por qué?, pregunto curiosa, ¿por qué porcelana si la gente viene a buscar aquí la cerámica tradicional de Areguá? Sonríe Pedro Cristaldo y sacude la cabeza, como quien se dice a sí mismo “esta mujer no entiende nada”. Somos ceramistas, contesta en voz alta. La porcelana es la expresión más sublime de la cerámica, la técnica más refinada que puede alcanzar el alfarero. Y entonces lo entiendo: es el impulso de superación el que lleva a estos hombres a soñar con porcelanas.

Cuentan que durante un año los japoneses los capacitaron para manejar el horno Noborigama, que se enciende cada 3 ó 4 meses durante más de 40 horas (aunque si se cuentan la carga inicial, la cocción, el enfriado y la descarga, el proceso dura nueve días), pero que les llevó cinco años dominarlo. Este horno es el único artesanal en el Paraguay que permite quemar cerámica esmaltada. El esmalte lo hacen también con productos naturales: muelen y mezclan arcilla sedimentaria, caolín, cuarzo y otros minerales no tóxicos. Lisa hace una demostración rápida de esmalte líquido en donde sumerge una pieza.

La Asociación está detrás de la certificación de producto ecológico que otorga el Instituto Nacional de Tecnología y Normalización y la de producto artesanal del Instituto Paraguayo de Artesanía. Ya tiene implementados mecanismos de trazabilidad de las piezas y exporta a Japón, Italia y Francia, sin poder satisfacer la demanda de Argentina y Brasil por las certificaciones que demora en conseguir.

En Areguá, son las mujeres las que pintan una vez enfriada la pieza y las que se dedican a la comercialización. Cristaldo y Olazar se quejan de que les faltó capacitación comercial. Ahora dicen haber descubierto que las ollas de barro son un producto codiciado y saben del diferente sabor de la comida cocinada en metal o en cerámica. Les venden a los centros comerciales y vienen a buscarlas los cocineros de los buenos hoteles y restaurantes.

Después de mostrarnos el horno, Patricio nos hace una didáctica demostración que es en sí misma una historia de la alfarería. Bajo el mango generoso en sombra, de la conjunción de las manos hábiles y oscuras de este hombre callado, la arcilla húmeda y distintos tornos, vemos surgir ánforas, macetas, copas, formas de simetría casi perfecta recién inventadas especialmente para nosotras. Tocamos la pasta con novelería y al ver nacer las vasijas nos nace un “ohhh” de admiración y regocijo. Es un fenómeno de creación y en este instante puedo creer que Tupâ y Arasy hicieron aquí el mundo.

Itauguá: el ñandutí


Sin embargo, a otro mundo migramos. A uno de mujeres laboriosas y recogidas en sus casas. Volvemos a Asunción por Itauguá, la capital del ñandutí, un encaje que semeja una telaraña (es lo que designa en guaraní) y conquistó importadores europeos. El ñandutí es una expresión de arte colonial cuyo origen más probable es un encaje fabricado en Canarias y se borda sobre tela en bastidor de madera. La tela desaparece una vez terminado el ñandutí. Me dicen que hasta no hace mucho tiempo se podía encontrar artesanas que hilaban en husos sus propios hilos. Ahora todas utilizan los industriales.

Según un vendedor, el 90 % de las mujeres de Itauguá se dedica al ñandutí. Sé por instinto que no hay que creerles mucho a los vendedores, pero no hay duda de que esta artesanía es una importante fuente de ingresos en el pueblo. En la calle principal hay muchas tiendas tradicionales dedicadas exclusivamente al ñandutí. ¿Dónde encuentro a alguien que borde?, pregunto. ¿Dónde?, dice el vendedor, ¡en cualquier casa! Otra vez el problema del sábado y la siesta. Al fin, una vendedora recuerda: Ñá Celsí borda los sábados de tarde.

Es el nieto el que nos recibe y trae la silla de la abuela al porche. El chico estudia en la universidad, en Asunción. A Ñá Celsí le hubiera gustado estudiar, pero no la dejaron. Como casi todas las mujeres de su generación tuvo una vida dura. Borda desde los siete años y pasa los noventa. Ahora disfruta del bordado, de las novelas de la tele, de la sombra fresca del porche. La edad, a veces, compensa y recompensa. Tiene una sonrisa escasa y auténtica y se presta a las fotos con cierta reticencia.

Yataity: el ao po’i


Nos quedamos sin ver hilar y bordar el ao po’i, cuya cuna es Yataity, a unos 200 km de Asunción, en el departamento del Guairá. Durante el gobierno del Dr. Francia (1812-1840) se cerraron las importaciones y las mujeres, privadas de los tejidos europeos, hilaron el algodón para tejer y bordar las prendas de uso personal y doméstico. Este hilado, parecido al lienzo, se llama ao po’i auténtico. El actual es un tejido transformado por el tiempo, la imaginación y la habilidad de las mujeres, que le agregaron bordados, deshilados, encajes, festones y delicados puntos cruz.

Aprecio la paciencia, la destreza y la minuciosidad necesarias para tejer ñandutí con las manos curtidas de Ñá Celsí, pero no me convence la mezcla de tantos colores. El ao po’i, en cambio, con su tradición rústica, me gusta mucho más. A la vuelta del recorrido con mi guía Arazí, en La Recova de Asunción, donde venden artesanías, compro un mantel de ao po’i —todo en color natural— para mi madre, que sabe valorar el diminuto punto del bordado.

Lo que me llevo


En la maleta, al regreso a Montevideo, pongo unos cuantos llaveros de caña hueca con orificios dispuestos de tal forma que imitan la lengua del caburé, el tucán, el papagayo. Los animales pirograbados que les compré a los aché. Un bolso tejido a la manera de los indígenas del Chaco. Una faja colorida de algodón que usan los gauchos del Paraguay. Unos individuales decorados con ñandutí. Una vasija de cerámica de diseño moderno que compré en la calle principal de Areguá. Los distribuyo como tesoros entre la ropa y cubro todo con el mantel de ao po’i. Qué pena la estera de hojas de pindó que dejé pasar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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