Los presidentes uruguayos tienen una envidiable residencia
de descanso en el departamento de Colonia, donde el río San Juan desemboca en el
Río de la Plata, gracias a las andanzas de un joven aristócrata argentino.
En 1907, Aarón de Anchorena, hijo de una acaudalada familia
porteña, junto al pionero de la aviación en su país, Jorge Newbery, se subió a
un globo aerostático llamado Pampero para realizar el primer cruce en globo del
río color de león, según el decir del poeta Lugones. Los fuertes vientos les
hicieron perder el control del aparato y Aarón juró que compraría la tierra
donde lograra aterrizar. Cayeron, más que aterrizaron, del otro lado del San
Juan. Como esa tierra no estaba en venta, el padre del joven le compró más de
cuatro mil hectáreas donde hoy se encuentra la estancia Anchorena.
A Aarón de Anchorena le apasionaba la caza y, como un niño
caprichoso, quería su propio coto. Trajo ciervos Axis de la India, considerados
los más hermosos del mundo, y jabalíes del Cáucaso, que más tarde serían
declarados plaga en todo el territorio nacional. La conciencia de los
equilibrios ecológicos no existía a principios del siglo pasado y estaba bien
visto introducir especies exóticas.
El joven Aarón encomendó al famoso paisajista alemán Hermann
Bötrich el diseño de un parque de marcado estilo inglés, que ocupa una
superficie de más de doscientas cincuenta hectáreas. Trajo cientos de
especies de árboles, algunas de Europa y Asia y la mayor parte de Australia,
que por estar en la misma latitud comparte características climáticas. Entre
las especies importadas se destacan robles, alcornoques, araucarias, cipreses
calvos, arces japoneses y más de 60 tipos de eucaliptos. Tuvo el tino o la
rareza de dejar espacios destinados a la flora autóctona: el abigarrado monte ribereño
en las orillas del San Juan, compuesto por ceibos, canelones, mataojos,
coronillas, arrayanes y un largo etcétera. La variedad convierte al parque en
un importante arboreto.
El joven argentino, de gustos anglófilos, construyó una capilla
y una bella casa que combina los estilos Tudor y normando, junto a los barrancos de más de 10
metros que se levantan sobre una estrecha playa de arena del Río de la Plata,
descubierta si hay bajante. Allí la casa queda a salvo de las crecidas que trae
el viento del sudeste y, tanto desde la residencia como desde toda la costa que
la estancia tiene sobre el Río de la Plata se divisan hoy las torres de Buenos
Aires, a solo 55 kilómetros en línea recta.
Mucho antes de que Buenos Aires existiera, esta costa vio
pasar a Juan Díaz de Solís, el descubridor, y a Hernando de Magallanes, que
buscaba el pasaje hacia el Pacífico. En 1527 pasó Sebastián Gaboto. Al
cumplirse cuatrocientos años, Anchorena hizo construir en su honor una torre de
piedra de 75 metros de altura, que constituye la obra de mayor interés
arquitectónico del parque.
Aarón de Anchorena murió sin descendencia en 1965 y donó más
de mil trescientas hectáreas de las tierras de su propiedad al Estado uruguayo,
con la condición de que se utilizaran con fines educativos, recreativos y de
interés general, “para bienestar y solaz de la población”. También dispuso
que la casa principal se destinara al descanso de los jefes de estado
uruguayos. Su sepulcro se encuentra, por disposición testamentaria, al pie de
la torre de Gaboto.
El primer presidente que utilizó el legado de Anchorena, a
fines de los sesenta, fue Jorge Pacheco Areco. Desde entonces, la casa ha sido testigo de importantes reuniones de
presidentes, consejos de ministros y visitas ilustres como los ex presidentes
Felipe González y George Bush y la princesa Ana de Inglaterra. Tabaré Vázquez
disfrutó inmensamente de la pesca en el río San Juan y nuestro actual
mandatario, José (Pepe) Mujica utiliza la estancia “más de lo que la gente
cree”, según me confió la guía.
El parque recién
se abrió al público en los años noventa del siglo pasado y yo lo visité el último
domingo. Está abierto al público de jueves a domingo y solo se permite el
acceso con visitas guiadas, una a las diez de la mañana y la otra a las dos de
la tarde. A unos 30 kilómetros al oeste de la ciudad de Colonia se encuentra el
camino de ingreso, rodeado de cultivos —trigo, maíz, soja— y campos de
pasturas.
Llego temprano.
La recepción se ubica en las antiguas caballerizas y, antes de cruzar la
portera de campo, se puede admirar una colección de antigua maquinaria
agrícola. Me dicen que desde hace unos meses no se puede subir a la torre
porque descubrieron unas fisuras en los escalones. La noble construcción no
soportó la visita de miles de turistas mensuales. Resignada a perderme la
maravillosa vista que me han dicho se disfruta desde lo alto, doy vueltas por
ahí mientras llegan autos con visitantes argentinos, brasileros y uruguayos.
Una de las casas que hay allí es la primera que construyó Anchorena, donde
vivió mientras se terminaba la casa grande. Una casa típica del campo uruguayo,
con techo de chapa y galería al frente.
Antes de
adentrarnos en el parque, nos reúnen y preguntan por dos autos con lugar libre
para las dos guías. Levanto la mano rápidamente. Llevar a la guía es un
privilegio y, como encabezaremos la fila, me permitirá tomar fotos antes de que
llegue la larga caravana de autos que me sigue. La guía me cuenta que es de
Colonia y hablamos del último temporal y del día espectacular que hace hoy. Un
soldado nos abre la portera y comienza la visita.
Lo más increíble
son las manadas de ciervos, que no paran de correr y de cruzarse en nuestro
camino. Siempre lejos y en movimiento, son ágiles, hermosos y difíciles de
fotografiar. Lo malo de la visita guiada es que es estricta. No podemos
detenernos en cualquier parte. La primera parada es en la orilla del Río de la
Plata, en un mirador bajo inmensos árboles de tipa que escupen sus lágrimas de
resina . Me alejo un poco para proteger la cámara, pero la vista es realmente
espectacular y, fuera de la cantinela de la guía, el silencio solo se
interrumpe por un ruido mínimo de agua, allá abajo del barranco, y el incesante
canto de las aves. En un día como hoy, diáfano, se distingue Buenos Aires en la
orilla de enfrente.
Pasamos junto al campo
de golf, que tiene un lago casi invisible porque está cubierto de vegetación
acuática y nos detenemos a unos ochocientos o mil metros de la casa
presidencial. No parece que este fin de semana esté el presidente, no se ve
movimiento alguno y, en la galería, las sillas de jardín están desnudas de
almohadones. Qué lástima que no nos dejen acercarnos. Dicen que las medidas de
seguridad aumentaron a partir de la presidencia de Vázquez. Antes, centenares
de embarcaciones argentinas anclaban los fines de semana en la barra del San
Juan y desde 2006 está prohibido. En fin, la vista desde la casa debe ser
gloriosa, pero el testamento de Anchorena solo nos permite, al pueblo, merodear
por el parque y no a nuestro antojo.
La parada
siguiente es la torre de Gaboto, impresionante, que se recorta contra el cielo
sin una nube. Después de escuchar las explicaciones de las guías, me entretengo
sacándole fotos a un panal de avispas, a un inmenso alcornoque, a las correrías
de los niños que vienen con la excursión. Por suerte nos abren la torre, aunque
al verla por dentro tengo que contenerme para no subir corriendo la escalera de
caracol.
Una liebre se nos
cruza cuando nos dirigimos a la última parada: el embarcadero sobre el San
Juan. El lugar es precioso. El río, mucho más ancho de lo que me había
imaginado. Del otro lado se ve vegetación autóctona, pero sé que oculta los
viñedos de Los Cerros de San Juan, una de nuestras mejores bodegas. No sé por
qué adoro los ríos y, en especial, las desembocaduras. Los árboles que se
inclinan, los juncos, el leve sonido de la corriente, un pétalo de flor de
ceibo que se lleva el agua.
Y como el tiempo
se lleva los minutos y las horas, las guías nos recuerdan que es momento de
partir. Nos vamos. Dejo a mi guía particular en la recepción y parto rumbo al
oeste, hacia la ciudad de Carmelo, sin ganas de irme. No tomé agua del río,
pienso. Tomar agua es garantía de regreso, de acuerdo a mi colección de dos o
tres supersticiones. La desecho. Si fuera cierta, tendría que viajar el resto de
mi vida, regresando a todos los lugares en los que he tomado agua.
Pero a Anchorena,
quiero volver. Y subir a la torre de Gaboto. En el camino de vuelta me despide
una lechuza posada en un poste de alambrado. Nunca había visto una lechuza y
leí en alguna parte que es un símbolo de sabiduría. ¿Sabrá la lechuza si
volveré?
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